Ejercicios de estilo
La disposición retórica del articulismo vasco ya no da más de sí. La necesidad de fijar la atención, una vez tras otra, sobre el fenómeno de la violencia, deja exhausta a la inteligencia mejor armada. Por supuesto, ya no se trata de repetir obviedades, sino del imperativo estilístico de buscar en la realidad nuevos puntos de vista. Lo que ocurre es que, tras más de treinta años de ejercicio del género, las plumas habituales del país, sobre el papel, ya han encanecido. Rebuscan en el fondo de su ingenio algún nuevo modo de decir, pero seguros al mismo tiempo de que son ya demasiados los años, demasiados los artículos, demasiados los argumentos puestos sobre la mesa, una y otra vez, hasta el cansancio.Por supuesto que este problema lateral (casi gremial) del articulismo vasco no quita ningún valor a la fuerza ética de sus diversos oficiantes. En todo caso, deviene en mero hartazgo: uno ya no sabe qué disposición de la sintaxis, qué figura retórica, qué insulto, qué fábula, qué tono, puede resultar más efectivo a la hora de recordar ese principio elemental de que no se debe matar a nadie por pensar de manera distinta.
Quizás ha llegado el momento de una declaración altisonante: el género ya no da más de sí. Los alambicados análisis políticos, el ejercicio de la ironía o de la reprensión moral son esfuerzos fatigosos por llevar luz a mentes obturadas, a bodoques intelectuales, a imposibles adversarios dialécticos. Otra cosa es que el deber moral esté muy por encima del prurito de eficacia que se busca en un escrito de prensa. Mientras corra la sangre que, al menos, corra también la tinta, que nadie diga que estuvimos callados. Los que callan quizás se librarán un día de dar a nadie explicaciones, pero lo peor es que se verán obligados a dárselas a sí mismos, en algunas noches de insomnio, en algún turbulento examen de conciencia.
Otro problema (otro problema menor, como menores son los problemas del proletariado periodístico) es la disonancia entre la vida cotidiana y la contundente realidad de la violencia. Los escritores de literatura, que también damos algo de lo nuestro en los periódicos, hemos compartido a veces la misma sensación: la necesidad de abordar otros temas, las ganas de escribir sin exigencias bélicas, como si viviéramos en un país normalizado. El articulista con voluntad literaria huye de la política como de la peste (el paisito está lleno de arzobispos del poder que llenan cada día páginas y páginas de información política, y con su pan se las coman) de modo que procura abordar otros temas: notificar la llegada del invierno, mostrar su perplejidad ante ciertas cuestiones, engarzar cuadros de costumbres o lanzar sanciones morales desde el saludable desparpajo del escritor tradicional, ese individuo acostumbrado a que su verbo se haya desprendido de ciertos prejuicios, de esa envarada seriedad que asiste a veces al sufrido analista político.
Pero basta un cadáver en medio de la calle para que tu maldita columna quede literalmente echa polvo, laminada, ridiculizada ante la contundente constatación de nueva sangre sobre el asfalto. A uno se le queda cara de tonto (esos tontos dignísimos, honestos, de los que hablaba Kipling en su más célebre poema). A uno se le queda cara de tonto, o por lo menos de ingenuo. Ingenuo aunque sea a partir de la voluntad de contemplar su patria (y contemplarse a sí mismo) con la normalidad de un encantador paisito occidental donde no hay fascismo ni violencia, donde queda el campo libre para la elucubración acerca de los conflictos íntimos y las relaciones personales.
Las tribulaciones de los articulistas de este país son una filfa ante el dolor de una familia que ha perdido a alguien querido, incluso un problema menor en comparación con el desasosiego de quienes vemos crecer a nuestros hijos en una sociedad que aún no tiene clara la intangibilidad del ser humano. Pero también forma parte de su trabajo superar ese hartazgo, ese cansancio (esa profunda desdicha de no saber ya qué hacer con las artes de su oficio), ante la inaplazable necesidad de seguir diciendo en voz alta todo lo que nunca se habrá dicho bastante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.