El sentido de las cosas
Un día del pasado mes de julio me acerqué a la Fnac para asistir a la presentación de un libro de Joaquín Estefanía y me encontré con el establecimiento cerrado por culpa de una bomba. Saqué la invitación del bolsillo, comprobé el día y la hora, y deduje que la invitación había salido antes de que llegara la bomba.El caso es que no había acto. De todos modos, como tengo una fe absurda en la letra impresa y la letra impresa decía que sí, rodeé el edificio por si hubieran habilitado para la presentación una pequeña sala que se abriría a la hora prevista. Todo estaba cerrado con tablas o con puertas y tampoco vi a ningún conocido al que le hubiera ocurrido lo mismo que a mí. Deduje, con un punto de rencor, que quizá la editorial había dado aviso por teléfono a los invitados para que no acudieran. A lo mejor, pensé, se les ha pasado mi nombre o quizá han hecho una selección de los más importantes y no me han incluido (de ahí el rencor).
Confuso, como siempre que una fuerza imprevista te impide hacer algo en lo que habías pensado ocupar las siguientes horas, y dado que al día siguiente tenía que hacer un viaje en tren, bajé por Preciados con la idea de comprar una novela de Stephen King en El Corte Inglés. Podría invertir en ello el tiempo que había pensado dedicar a la presentación del libro de Estefanía, aunque parezca una barbaridad: tardo mucho en comprar las novelas de Stephen King porque primero doy una vuelta por la sección para asegurarme de que no hay ninguna cara conocida. Tengo bien ganado un prestigio de lector exigente que no puedo arruinar por un momento de descuido.
Hete aquí que antes de llegar a El Corte Inglés me tropecé de frente con Manolo Rodríguez Rivero, que iba o venía del dentista, y que tenía que hacer tiempo antes de acudir a no sé dónde. Le dije ingenuamente que yo estaba allí por la presentación del libro de Estefanía, pero que al haberse suspendido por culpa de una bomba que había llegado después de la invitación, me dirigía a El Corte Inglés a comprar un libro de Faulkner, que es el autor preferido de Rodríguez Rivero. De todos modos, como la novela de Faulkner no iba a agotarse aunque me retrasara un poco, decidimos tomarnos un café para hacer tiempo. Manolo me contó lo que le había cobrado el dentista por un par de endodoncias y me quedé espantado.
-Y eso que es amigo -añadió.
Creo haber dicho que estuvimos haciendo tiempo mientras tomábamos el café, pero me he expresado mal. En realidad, lo estábamos deshaciendo. Se deshacía con pereza (no hay que olvidar que estábamos en julio) y a veces había que darle un empujón para que se derrumbara del todo, como esos castillos de arena que incluso después de haberles pasado el agua por encima conservan un recuerdo de sus formas. Pregunté a Manolo por Teresa y me dijo que estaba en Estados Unidos.
Cuando nos despedimos, él se dirigió hacia Callao y yo continué mi rumbo hacia El Corte Inglés. Quizá influido por la cercanía de Stephen King, me pareció que el encuentro entre Manolo y yo había tenido un punto de misterio que me inquietaba. Dos adultos que se conocen desde la juventud se encuentran, toman un café, intercambian síntomas y luego se va cada uno por su lado. Así es la vida, desde luego, un puro azar al servicio de nada aunque, como el sentido nos vuelve locos, lo buscamos por todas partes.
Compré con movimientos clandestinos la novela de Stephen King y volví a casa. Mi mujer me preguntó por la presentación de libro y le expliqué que se había suspendido.
-¿Y no te avisaron? -me humilló.
-No avisaron a nadie -dije yo.
El miércoles pasado abrí el periódico y leí que el martes se había presentado en la Fnac, con tres meses de retraso, el libro de Estefanía. Todo, pues, había discurrido de acuerdo a lo previsto, sólo que en octubre, en lugar de en julio.
Entonces sentí una paz curiosa, como si se hubiera cerrado una historia puesta en marcha aquel día del verano último. No he visto a Manolo desde entonces, pero supongo que Teresa habrá vuelto de Estados Unidos y que él se habrá arreglado la boca y habrá encontrado el modo de pagar la factura.
Todo se ha consumado, en fin, o casi todo, porque yo dejé a medias la novela de Stephen King, que se me olvidó en el tren.
A lo mejor, las cosas sí tienen algún sentido, aunque no seamos capaces de encontrárselo.
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