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El fracaso de Washington

La sangrienta fase actual del conflicto palestino-israelí estaba anunciada, por acción y por omisión, en los acuerdos de Washington, del 13 de septiembre de 1993. Evidentemente, no hay ley de hierro de la historia que obligue a los acontecimientos a conformarse a ningún dictado previo, y, en ese sentido, aquel anuncio no pasaba de ser una posibilidad verosímil, que sólo ahora se hace certeza.Ese día, en los jardines de la Casa Blanca, se produjo un acto de fe, a la vez que un equívoco.

De un lado, la desaparición de la Unión Soviética había dejado a la OLP, dirigida por Yaser Arafat, sin contrapeso geopolítico al filosionismo norteamericano; la OLP palestina estaba financieramente arruinada por la retirada de subsidios de los países petrolíferos, en castigo a su apoyo a Sadam Hussein en la guerra del Golfo; el propio Irak, última carta de Arafat ante la radicalización de su pueblo por la falta de progreso en el frente político con Israel, había sido troceado y eliminado militarmente como factor estratégico; y, por último, el presidente palestino, pasados ya los 60, quizá podía pensar que había que aprovechar casi cualquier oportunidad de presidir algo, de preferencia con aspecto de país.

Y de otro lado, Israel se hallaba en la cresta de la ola. Su estoicismo bajo el errático fuego de los misiles iraquíes en la guerra de 1991, le había valido muchos puntos ante Washington que, tras la muerte de la Unión Soviética, quería ser conjuntamente el padrino de la paz para árabes y judíos; la Intifada había perdido fuelle, como si la aventura militar de Sadam Hussein hubiera tomado el relevo, aunque con efectos desastrosos, a la insurrección popular; y, finalmente, si bien por razones diametralmente opuestas a las que llevaban a los palestinos a Canosa, la muerte de Moscú permitía al Estado judío arrostrar una negociación sin riesgos aparentes.

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Era una situación de gana o gana, con lo que parecía lógico que Israel también quisiera aprovechar la ocasión de alcanzar una paz en temporada de rebajas.

Así fue como Arafat dio todo lo que tenía, el reconocimiento del Estado de Israel en sus fronteras anteriores a la guerra de 1967, a cambio de una autonomía administrativa no se sabía bien con qué fin -lo anunciado- a la vez que renunciaba a buena parte de sus reivindicaciones nacionales -lo omitido-.

El presidente palestino aceptaba, así, que Israel siguiera colonizando unos territorios, sobre los que no se aclaraba si algún día podían constituirse en un verdadero Estado independiente. Hoy parece, sin embargo, que no, porque en los siete años transcurridos desde la firma de Washington casi se ha doblado el número de pobladores judíos en Jerusalén-Este, Cisjordania y Gaza, hasta los cerca de 400.000 colonos actuales, y su presencia en aumento es mucho más la causa de esta segunda Intifada, que la poco afortunada pero circunstancial visita, hace unas semanas, de Ariel Sharon a los Lugares de la devoción mosaica e islámica de la Jerusalén árabe. No se traspasa un piso en propiedad, mientras se lo está llenando de inquilinos con derecho a baño y cocina.

Y, como remate, Arafat renunciaba -también por omisión- a negociar el regreso a sus hogares, en lo que hoy es Israel, de los cerca de cuatro millones de refugiados palestinos -los expulsados o huidos de 1948 a 1967 y sus descendientes- o a que, en su defecto, el Estado judío les indemnizara, como establece la resolución 181 del Consejo de Seguridad, de diciembre de 1948.

El colofón de este llamado proceso de Oslo era que el líder palestino no obtenía ninguna garantía sobre la extensión de la retirada israelí de los territorios, y mucho menos sobre la suerte final de Jerusalén Este. Muy al contrario, los líderes israelíes no cesaban de proclamar que la ciudad nunca dejaría de ser la capital eterna e indivisible de su país.

¿Por qué se plegaba Arafat a negocio tan aparentemente ruinoso? La debilidad de su posición internacional tenía que ver con ello, pero no explicaba del todo tamaña condescendencia.

Ahí es donde entran en juego el acto de fe y el equívoco.

El acto de fe, sin duda por ambas partes, consistía en esperar que la propia dinámica de la negociación permitiera a unos y a otros ir más lejos de lo que indicaban sus posiciones de partida, notablemente, en torno a la soberanía sobre Jerusalén, así como sobre la autonomía real que se le tolerara a la futura entidad palestina. Ello habría implicado que cada paso dado por Israel en el reconocimiento y extensión del autogobierno árabe fuera creando un grado de confianza mutua, unas buenas relaciones sobre el terreno, que fueran aislando progresivamente a los terroristas de Hamás, aunque habría sido gollería pedir que no se produjera nunca ni un solo atentado contra las fuerzas ocupantes.

Dejar la negociación sobre Jerusalén y el estatuto final -independencia o autonomía- de los territorios para el último momento, sólo podía tener sentido porque una de las partes fuera capaz de acabar cediendo, o, mejor, que ambas lo hicieran, por ejemplo, sobre la Ciudad Santa.

La realidad, sin embargo, ha sido muy otra, con una exasperante lentitud israelí para llevar a cabo las transferencias de territorio, tanto que a los siete años de la firma y con todos los plazos incumplidos, apenas algo más de un 20% de Cisjordania y Gaza ha sido totalmente evacuado; y, por añadidura, se han producido salvajes atentados islamistas ante la inoperancia de la policía palestina; ha habido brutales represalias israelíes en los territorios ocupados y en el vecino Líbano; y, en resumen, ha reinado un clima de violencia y recriminación recíprocos, de forma que la principal preocupación de las partes ha sido mucho más la de poner la pelota de la culpabilidad en el campo contrario que asumir los riesgos de una negociación generosa; añadamos, sin embargo, que donde hacían más falta audacia y generosdad era del lado israelí, puesto que se trataba de quien tenía siempre la sartén por el mango.

El equívoco, por su parte, no ha sido menos doloso. El padrinazgo norteamericano de toda la operación debería haber implicado alguna equidistancia entre las partes. Por ello, cuando los israelíes se mostraban irreductibles en cuestiones para los palestinos decisivas, Arafat creía o fingía creer que Washington podría hacer que le cuadraran las cuentas. El abismo, sin embargo, entre lo que esperaban los palestinos y el comportamiento de la Administración demócrata norteamericana, con mención especial del propio presidente, ha supuesto un respaldo de las posiciones de Israel sólo comparable al desplegado por Lyndon Johnson, también demócrata, en los años sesenta.

Sometido a presiones extraordinarias, sin acto de fe y con mucho equívoco, Arafat probablemente ha llegado en el curso de la negociación a conceder algún punto de suma importancia, como la aceptación, aunque siempre entre bastidores, de que la futura capital palestina se estableciera en barrios adyacentes a Jerusalén, que serían en su día integrados formalmente en el municipio de la ciudad, pero que poco tienen que ver con los lugares de culto que reivindica su pueblo.

El ministro israelí Shlomo Ben Ami señalaba la semana pasada en EL PAIS que una gran parte de la explosión de ira palestina se debía a la frustración contra Arafat; eso es cierto, pero, no tanto por la evidente corrupción y desgobierno, como decía el judío tangerino, sino por temor a que la capacidad de acomodo de su líder costara el abandono de la Jerusalén árabe, con la Ciudad Vieja y la explanada de las mezquitas. Eso da sentido, también, a las recientes exclamaciones del primer ministro israelí, Ehud Barak, de que el líder árabe "ya no es un interlocutor para la paz". Máxime, cuando el líder judío había llegado a ofrecer algún tipo de internacionalización de los lugares votivos del Islam, en un arranque final de lo toma o lo deja.

Lo que, en realidad, ha ocurrido es que Arafat, después de haber comenzado a ceder, ha mirado a su alrededor y ha visto cómo la opinión palestina no podía soportar tanta concesión, sobre todo ahora, cuando la derrota israelí ante la guerrilla de Hezbollá en el Líbano promueve el espejismo de que sólo la fuerza es capaz de devolverle su tierra al pueblo refugiado. Arafat llegaba, entonces, a la conclusión de que su lugar en la historia iba a ser de oprobio en vez de aurolearse de grandeza, si no se retractaba y llamaba al equívoco por su verdadero nombre.

Todo ello nos lleva al bramido palestino de las últimas semanas, donde jugar al juego de qué es primero el huevo o la gallina, si la revuelta popular e inmanejable o la bárbara contundencia del ejército israelí, resulta irrelevante, porque a lo que asistimos es a una insurrección nacional contra lo que el pueblo palestino sólo puede interpretar como un despojo.

¿A dónde se va desde aquí? Si las cosas no se arreglan, y sólo Israel, apeándose de su concepción bíblica de la historia, puede hacer que así sea, la situación podría encaminarse a una violencia sostenida de intensidad variable, pero, sobre todo, a que Israel más que hacer la guerra haga la guerra imposible practicando una separación física entre los dos pueblos, con la erección de barreras materiales y el estrangulamiento de la economía palestina en la esquinita del país que ya ha evacuado, más todo aquello que no sea prudente conservar. El corolario de tan desalentador futuro sería la anexión, cuando menos, del valle del Jordán, dando muerte, así, al proceso de Washington y Oslo, y devolviendo las relaciones entre el mundo árabe e Israel a la primera casilla del tablero estratégico. Al conflicto de siempre.

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