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Wexford, el paraíso de las óperas raras

La edición de este año del festival irlandés saca a la luz obras de Chaikovski, Adam y Zandonai

, WexfordENVIADO ESPECIALLas óperas desconocidas, o muy poco representadas, constituyen la columna vertebral del Festival de Wexford, población de 14.000 habitantes del sureste de Irlanda. La aventura comenzó en noviembre de 1951 con La rosa de Castilla, de Balfe. Desde entonces, salvo en 1960 por reforma del teatro, el festival se ha convertido en un punto de referencia en la búsqueda de tesoros escondidos. Este año, desde el 19 de octubre, saca a la luz La doncella de Orleans, de Chaikovski; Si yo fuera rey, de Adam, y Conchita, de Zandonai.

El repertorio operístico tradicional gira alrededor de un centenar de títulos que se repiten una y otra vez. La tendencia a sacar del silencio óperas olvidadas es creciente en los últimos años. En Wexford, esta actitud es la razón de ser de su festival. Si se programa Don Giovanni, es de Gazzaniga, y no de Mozart; en el caso de Turandot, es la de Busoni, y no la de Puccini; respecto a El barbero de Sevilla, se opta por Paisiello, en vez de por Rossini, y, en fin, para Rusalka se recurre a Dargomizhski, y no a Dvorák.Una filosofía de este tipo tiene sus problemas. Existe una corriente de opinión que sostiene que los títulos consolidados en el repertorio lo son por méritos propios y están consagrados por la selección natural del paso del tiempo. El riesgo en Wexford crece al tener que comprobar si las partituras con interés por sí mismas resisten la prueba escénica. Además, al no tener un presupuesto para grandes estrellas, deben defender sus propuestas con artistas jóvenes y dispuestos a implicarse en unos cometidos que seguramente no van a volver a repetir ni siquiera en Wexford, pues las óperas no se reponen en años sucesivos.

Lo sorprendente de Wexford es que no supone un laboratorio de experimentación o un lugar de coleccionismo en el fin del mundo para iniciados o caprichosos. Esto es únicamente una parte. Lo hechizante es que la población de Wexford vive como una fiesta las semanas del festival y, así, el número de actividades de todo tipo se multiplican durante estos días, desde competiciones de singing and swinging para cantantes, músicos y comediantes en cuarenta pubs, hasta ferias de alimentación o de libros, exposiciones de pintura, obras de teatro o de cabaret corrosivo para noctámbulos. Con todo ello se crea un peculiar festival alternativo.

La ópera, en su dimensión más popular, tiene su sitio en las Opera Scenes, una denominación para versiones abreviadas con orquesta reducida de las obras más conocidas (el preludio de La Traviata se reduce a un dúo de violín y piano, por ejemplo), a las que asiste a precios muy económicos un aluvión de espectadores.

La inauguración consistió en una espectacular exhibición de fuegos artificiales diseñados en función de arias de ópera, acogida con una emocionante algarabía por el pueblo entero en la calle. Lo curioso es que las coloraturas vocales o los recitativos dramáticos a través de la megafonía se aplaudían tanto o más que los efectos pirotécnicos.

El Festival de Wexford tiene un presupuesto de 1,4 millones de libras irlandesas, procedentes, a partes más o menos iguales, del Gobierno, los ingresos por taquilla y los patrocinadores (Guinness en cabeza), y convoca cada año a 10.000 personas para la ópera, o 15.000 si se consideran los espectáculos complementarios, de los cuales un 65% procede de Irlanda. Algunos medios como The New York Times o The Financial Times han elogiado la atmósfera del festival.

Las tres óperas estelares se representan en el Theatre Royal, edificio con capacidad para 570 personas, cuya austeridad despierta simpatía. La Orquesta Sinfónica Nacional de Irlanda (NSO) garantiza un nivel orquestal en el foso más que estimable. El coro se renueva cada año.

El espectáculo más redondo de este año ha sido Si yo fuera rey, de Adolphe Adam, un compositor muy popular en su tiempo que la historia recuerda como el autor de Giselle. En la representación funcionó todo como un mecanismo de relojería: un reparto notable en el que destacaron el tenor Joseph Calleja y la soprano Iwona Hossa; una dirección musical animada y competente de David Agler, y una solución escénica en clave de cuento oriental muy bien llevada teatralmente por Renaud Doucet.

Conchita, de Zandonai, se esperaba con expectación tras el éxito, hace dos años, de I Cavalieri di Ekebú, del mismo autor, y también por ver las correspondencias con Carmen, de Bizet. No en vano la protagonista, Conchita, trabaja ya en la primera escena en una fábrica de tabaco de Sevilla y es una mujer seductora y difícil de dominar. La representación de Wexford alcanzó un nivel bastante aceptable, sostenida por un reparto equilibrado y una puesta en escena simbolista. Sin embargo, a la protagonista, la napolitana Monica di Siena, le faltó un hervor teatral, aunque resolvió su cometido musical con coraje, obteniendo una réplica muy ajustada en el personaje de Mateo por el tenor veneciano Renzo Zulian.

Más discutibles fueron los resultados en La doncella de Orleans, de Chaikovski, quizá la partitura más rica musicalmente de las tres, pero ni estuvo bien contada teatralmente, ni acabó de tener pegada, aunque Lada Biriukov defendió con brío y holgura el papel de Juana de Arco.

En Irlanda, asómbrense

Wexford es un vivero de nuevas voces, pero sobre todo es un festival en función de los títulos. No todos los años se consigue reivindicar al menos una obra maestra olvidada, al igual que no siempre sale un solista de postín de los concursos musicales más prestigiosos. Lo que deja boquiabierto, en cualquier caso, en Wexford no parte únicamente de lo que se hace, sino también de cómo se hace, con qué medios y dónde. El Festival de Wexford es la apoteosis de una ópera sin prejuicios, de una ópera vocacionalmente popular desde la curiosidad por lo desconocido. Es, además, un excepcional ejemplo de ópera estudio en la forma de trabajo (los cantantes de las óperas tienen incluso la oportunidad de dar su recital individual) y un espejo de cómo compartir buen humor con gusto por las novedades. Tiene, por todo ello, algo de irreal, de mágico. Es, por así decirlo, una mezcla extraña de Yeats, Joyce, Beckett, John Ford y la cultura popular del pub.

El año que viene celebran su cincuentenario con Alessandro Stradella, de Friedrich Flotow; El Jacobino, de Dvorák, y Sapho, de Massenet. No es el más difícil todavía, sino una nueva reafirmación de una manera de plantearse la ópera que seguramente no hará escuela; sin embargo, posee un encanto indefinible.

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