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La coartada de los derechos

En la Conferencia de Santiago de Compostela del pasado mes de junio sobre el dialogo intercultual de los derechos humanos y la democracia tuvimos ocasión de comprobar la exasperación de los grandes protagonistas del sector -Amnistía Internacional, FIDH, Human Rights Watch, etc.- por la utilización retórica, por parte de los políticos, de los derechos humanos como coartada de su incapacidad o de su mala fe. Como allí se dijo literalmente, "cada vez que los gobernantes quieren evitar una decisión dificíl en un tema conflictivo sacan a colación a los derechos humanos".Y da la impresión de que en estos dias en Biarritz, y luego en Niza, se recurrirá a ese procedimiento para ocultar la irrelevancia de los acuerdos en los temas fundamentales -la eliminación del derecho de veto, la reponderación del voto, la multiplicación de las cooperaciones reforzadas, la reforma de la Comisión- con el éxito de la Carta de los Derechos Fundamentales. En los pasillos de Bruselas se asegura que todo esto fue objeto de acuerdo entre Jospin y Blair para dotar de un balance presentable a la presidencia francesa sin que los Estados tuvieran que pagar precio alguno por ello.

La iniciativa de la Carta tuvo un origen, de motivación antónima. Pero en el que los derechos humanos funcionaron también como pretexto. Gerhard Schröder decidió relanzar la Europa política, abriendo un proceso indirecto de constitucionalización europea mediante la elaboración de una Carta que al unionizar los derechos humanos dotasen a la Unión de una específica identidad política. El procedimiento ideado para ello fue una Convención compuesta de representantes del Parlamento Europeo, de los parlamentos nacionales y de los Estados miembos más el comisario Vitorino, que en el plazo de nueve meses debian producir un texto. Y lo han producido a pesar de la esperanza de muchos de que la Convención fuese un pandemónium.

Sus logros hay que apuntárselos a la eficacia del mecanismo y al acierto en su conducción del diputado popular Méndez Vigo. Hay que confiar que de ahora en adelante sustituya a las impracticables conferencias intergubernamentales. La Carta es un amplio inventario de los derechos fundamentales. Casi todos los sectores temáticos de los mal llamados derechos humanos de la primera, segunda y tercera generación han sido recogidos en ella. Con dos ausencias a mi juicio inexcusables: las escasas referencias a los inmigrantes, con el no reconocimiento del derecho de voto a los nacionales de terceros paises con cinco años de residencia y el tratamiento menor del medio ambiente. Pero la objeción central que cabe hacer al texto es su frecuente falta de precisión. Sólo dos menciones: en las garantías al detenido en caso de detención arbitraria, ¿por qué no se han previsto explícitamente las excepciones concretas? O ¿por qué no hablar de renta mínima, como hacen ya algunas legislaciones nacionales, y referirse a una imprecisa ayuda social?

Pero, a pesar de esas reservas, si la Carta lograse conquistar su plena efectividad, podría ser un notable avance. Ahora bien, todos sabemos que el único modo de que su contenido vincule a las instituciones, y sobre todo a los Estados, es que se incorpore al Tratado, a ser posible en forma de protocolo, y si no, como preambulo o anejo. Pero mientras el Reino Unido no cambie sus prioridades -y las conclusiones del informe parlamentario francés sobre el papel de Gran Bretaña en la red de espionaje Echelon al servicio de Estados Unidos prueba que no los ha cambiado- y le sigan Irlanda, Dinamarca y algun otro país, la Carta de Derechos Fundamentales será una pura declaración política. De gan calado simbólico, pero de nula efectividad jurídica. Y todo esto lo sabemos todos. Desde antes de empezar.

¿Qué cabe entonces hacer? Lo que hicimos con Schengen, lo que hicimos con la Carta Comunitaria de los Derechos de los Trabajadores.La figura se llama cooperación reforzada. Utilicémosla para que cada palo aguante su vela y el barco Europa siga avanzando.

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