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Aragón

Enrique Gil Calvo

La gran manifestación de Zaragoza contra el Plan Hidrológico podría suponer un hito para la presente legislatura. Su cuantía multitudinaria fue tan inesperada que sorprendió no sólo a los extraños al problema sino incluso al propio Partido Popular, que debiera haberlo previsto pues ha tenido hasta hace poco la responsabilidad de gobernar en Aragón. Lo cual constituye todo un síntoma revelador del grado de conocimiento que tienen en Génova y Moncloa de por dónde discurre la España real, ignorando el malestar latente que comienza a percibirse en muestras masivas como ésta de profunda indignación ciudadana.Algunos lo entenderán como pura anécdota entre ferial y pirotécnica, una especie de pilarazo baturro, a modo de pórtico inaugural de las fiestas del Pilar. Y en esta línea, viendo el ardor popular con que los manifestantes corearon a voz en cuello el himno de Labordeta, quizá lo interpreten como un gesto de trasnochada nostalgia progresista, ahora que nos acercamos al 25 aniversario del inicio de la transición. Pero se equivocarán estos despistados, si es que así lo piensan de verdad. Pues la toma civil de la palabra por Aragón en pleno para elevar su voz airada podría ser algo más que una erupción de protesta reactiva, desbordada por la acumulación de las frustraciones sufridas.

El trasvase del Ebro no se puede hacer por decreto contra la sociedad civil aragonesa. Intentarlo sería no sólo un desmán arbitrista, afín al autoritarismo tecnocrático, sino que contravendría la intención regeneracionista que se le supone al déspota ilustrado. La política pública debe ser contracíclica, a fin de regular y encauzar las turbulencias que amenazan con desbordar las fuerzas del cambio social. Y en este momento, el principal desequilibrio del modelo español de desarrollo es el territorial. La renta, la población y la natalidad afluyen hacia el arco mediterráneo empobreciendo y despoblando la España interior. Por eso, la política hidráulica debiera contener ese flujo para contrarestarlo y reequilibrarlo, en lugar de amenazar con desbordarlo todavía más.

Y si este Gobierno de Aznar se empeña en realizar el trasvase del Ebro contra la voluntad de Aragón, es posible que caiga en un error de apreciación tan grande como el cometido por González con el referéndum de la OTAN. Se recordará que el anterior presidente del Gobierno, cegado por la soberbia que le producía su mayoría absoluta, se empeñó en exigir a la ciudadanía que convalidase explícitamente nuestro ingreso en la OTAN. Y aquello supuso para González el inicio del fin de su mayoría electoral, que, desde ese mismo momento comenzó a declinar con progresión ineluctable hasta expulsarle del poder años después, tras cometer sonados errores análogos como el que dio lugar a la huelga general de 1988. Todo lo cual se achacó al llamado síndrome de la Moncloa: esa incurable ceguera que aqueja a su inquilino cuando la mayoría absoluta le permite gobernar sin controles limitadores (que es como conducir entre la niebla sin las líneas blancas de la carretera), haciéndole perder todo contacto con la realidad del país.

Por eso, la ceguera que demuestra con Aragón puede significar que Aznar ya ha caído víctima del mismo síndrome irreversible de alejamiento del país real que acabó con González. Hasta ahora no parecía que fuera así, pues el actual presidente demostró durante la pasada legislatura una gran astucia para gobernar en minoría (que es como jugar a contragolpe en campo contrario), y esto le hizo aprender por propia experiencia el difícil arte de adivinar por dónde avanza el país real. Así fue como logró incrementar contra pronóstico su base electoral, hasta alcanzar por sorpresa la mayoría absoluta. Esta trayectoria le distinguía de González, quien llegó al poder absoluto de un sólo golpe para ir perdiendo votos desde el momento en que comenzó a gobernar. Pues bien, esta misma erosión ineluctable del poder absoluto, que no afectó a Aznar durante su primera legislatura, es la que ahora le está haciendo perder toda la anterior astucia que constituía su mejor fuerza, llenándole de soberbia hasta cegar su visión del país real.

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