Samuel Beckett, en bandeja
Samuel ("ese maldito íncubo irlandés a quien Dios confunda", según el largo alias teologal que le adjudicó un justamente escandalizado, por su existencia, crítico de teatro) Beckett sigue siendo, después de décadas de aguantar la erosión de las púas de su perfil por la lija de los incontables curas que no paran de sermonear contra él, un indrestructible ciprés solitario, uno de los supremos poetas del misterio del tiempo y un conciso y paradójico inventor de tragedias escépticas, de alaridos no solemnes y casi inaudibles, además de un tipo libérrimo y escurridizo, que no obedeció nunca a nadie, ni a sí mismo, lo que hizo de él uno de los pocos (pongamos que una docena, de Eurípides a esta parte) artistas verdaderamente indómitos de que hay noticia.Desde que en los primeros años cincuenta su nombre, que ya era el nombre de un hermoso viejo agazapado detrás de un rostro de águila irónica e iluminada por la inteligencia absoluta, saltó un día a la celebridad arrastrado por el inimaginable -un día antes de que ocurriera- éxito de su drama (o lo que fuese aquel vendaval de ingenio lacónico que años después le condujo, ante su propia incredulidad, al Premio Nobel) Esperando a Godot, a ese tal Beckett, irlandés blasfemo a quien Dios confunda, todos (o casi todos, porque aún hay quien se atraganta con el enigma del tempo quebrado, roto por súbitos vaivenes invisibles, de su teatro) se empeñan inexplicablemente en guardarlo en su casa, seguramente para intentar alguna treta destinada a domesticarlo. Pero hay algo de Beckett que, aunque ceda a la llamada al redil, se parapeta luego detrás del infranqueable silencio con que este eternamente viejo muchacho díscolo, indefinible pese a la enérgica definición de sus rasgos, amasó las piezas de una elocuencia de tan devastadora energía humorística que le convirtió en uno de los más graves y al mismo tiempo más divertidos dinamiteros de su tiempo, un tiempo que es todavía el que aún corre y que escupe, mientras se acaba, esquirlas de signos de la aterradora vigencia de la concisa y libérrima relectura de Shakespeare que hay dentro del vuelco de las formas escénicas creadas por Beckett, que le sitúan en la cumbre, quién sabe si solitaria, del teatro del siglo XX.
Hay ahora en Irlanda, donde nació este hombre de ninguna parte, una estrategia de encarcelamiento en toda regla al completo de lo que queda de su imaginación teatral. Dos productores dublineses de teatro, Michael Colgan y Alan Moloney, se han propuesto -la cosa va en serio- encerrar a Beckett en 20 películas dirigidas e interpretadas por gente solventísima en los varios oficios que entran aquí en juego. Hace dos meses, en el Festival de Venecia, dieron a conocer los cinco primeros proyectiles de esta sagrada, o blasfema, tacada de portentos. El primero lo es de verdad, y por doble motivo, pues al montaje y la filmación de Catrástrofe por el magnífico todoterreno estadounidense David Mamet se añade que allí dentro está el canto de cisne de John Gielgud al mismo tiempo sobre un escenario y ante una cámara. Cálida antesala de la muerte para un actor que se representa a sí mismo mediante los ecos sumergidos de la palabra medular de Beckett indagando dentro del alma de un viejo actor en conflicto consigo mismo. Ni escrita de encargo.
Entre los otros golpes de Beckett cuya filmación ya está finalizada, hay uno fortísimo, el de La última cinta, obra genial en cuyo complejísimo y enrevesado tempo el británico John Hurt, dirigido con altísima precisión por el canadiense Atom Egoyan (que conoce bien esta bellísima obra, a la que considera una fuente de su cine), hace una fascinante creación del triste, terco, melancólico, inmenso juego de espejos entre Krapp y su magnetófono. Y otras tres maravillas, en labores de pilotos de la hermosa serie -quizás con un toque de imposible- titulada Becket on Film, que encerrará a todo Beckett dentro de la trituradora televisiva: el monólogo Rockaby, dirigido por Richard Eyre e interpretado por Penelope Wilton; What where, dirigida por Damien O'Donnell e interpretada por Sean McGinley y Gary Lewis, y Comedia, dirigida por Anthony Minghella e interpretada por un triángulo de lujo formado por Alan Rickman, Juliet Stephenson y Kristin Scott Thomas.
Babelia
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