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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Nuestro hombre en Botsuana JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

Molefi Molefe, taxista, observó con alarma como los dos blancos se encaramaban a la verja del parque Tsholofelo y la franqueaban entre jadeos. Los vio dirigirse directamente hacia la tumba del Negro, aquel hombre que habían exhibido hace mucho tiempo en un museo de un remoto país y que la semana pasada habían enterrado en el parque. Pensó en llamar a la policía...Pero los blancos no eran unos émulos de los hermanos Verreaux, los salteadores de tumbas, sino Marcel.lí Sàenz, fotógrafo de este diario, y un servidor, los últimos de Gaborone, rezagados de la escuadra de informadores catalanes desplazados a Botsuana para la ceremonia de inhumación del Negro de Banyoles. Marcel.lí, en un arrebato de profesionalidad, quería documentar la sepultura en un día normal, pasados los fastos del entierro. En cuanto a mí... yo debía encargarme de una secreta misión.

El parque estaba cerrado porque lo habían fumigado con un producto muy fuerte, tipo agente Naranja. No había nadie, a excepción de una joven recién graduada que se hacía retratar por un amigo frente a la tumba. Le parecería bonito. El lugar había perdido mucho en una semana: las flores agostadas, latas de coca-cola y colillas junto al túmulo. Marcel.lí se enrolló con la joven y su amigo y yo aproveché para hacer lo que me había llevado hasta allí.

Han sido unos días muy intensos en Botsuana. El entierro, el día de mi cumpleaños, fue muy emocionante y luego una noche vi un leopardo.

No se me borrarán nunca las imágenes de los soldados de gala amontonándose para cargar la inesperadamente pequeña caja con los restos, ni la de la primera dama del país, vestida con ropas dignas del baúl de Barbara Cartland, enjugándose una lágrima durante el funeral. No olvidaré jamás los cantos, ni los rugidos de los leones en el amanecer de la reserva de Mashatu, ni los jacarandás entrelazados con las buganvillas en una orgía de colores. Ni el cruce del Trópico de Capricornio. Ni la roja explosión de los atardeceres. Ni el sueño de los cocodrilos en el rumor del Limpopo.

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Pasé los últimos días en Gaborone sumergido en la pequeña biblioteca del Museo Nacional, que posee algunos libros sensacionales que llevaba años buscando. Ediciones antiguas de los safaris australes de Baines, Steednan -cuya perra, Flora, la disecó Jules Verreaux- , Gordon Cumming, Burchell... algunas baqueteadas en viajes e iluminadas con bosquejos de fieras y paisajes. Si quedaba alguna información por descubrir sobre el Negro de Banyoles seguramente estaría allí. Con manos tembolorosas tomé los diarios de Andrew Smith, el médico de la colonia de El Cabo que fue amigo de los Verreaux. Me los leí rodeado de guapos jóvenes universitarios botsuanos para los que yo, sudoroso y desarbolado por la medicación antimalaria, debía de ser un tipo repulsivamente exótico. Una chica preciosa se sentó junto a mí, pero también venía su novio y yo estaba precisamente en el pasaje en que Smith explica cómo, al interrogarle por la forma cafre de ejecutar a alguien, su informante bechuana, Eno, le dijo que él mismo, al haber encontrado a dos de sus mujeres en pleno acto sexual con un individuo, las degolló al instante con su azagaya, mientras que al tipo, que escapó inicialmente, lo precipitaron después desde una roca -varias veces, pues no era muy alta-. Hay que ver lo útiles que son los libros.

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El caso es que no encontré nada sensacional que diera pie a grandes titulares, aunque sí una siniestra referencia a una "mujer hotentote" que Smith había "obtenido" y que se exhibía en el Museo de Suráfrica en 1832. Tengo que decírselo a Arcelin.

Cuando cerraban la biblioteca a la hora de comer yo compraba pollo con arroz en la cantina y me sentaba en un parterre a alimentar a las grandes agamas del jardín. Gaborone es una de las pocas ciudades que dispone de hasta seis tipos de serpientes venenosas en los parques, entre ellas la cobra amarilla, que muerde a la menor provocación, y la letal mamba negra, a la que denominan mokopa. Tenía esperanzas de toparme con alguna.

El museo es modesto, pero honrado. No se expone ningún blanco disecado. Era hermoso recorrerlo y codearte con bechuanas visitantes en todas las salas. Exhibe algunos animales muy bien naturalizados: nada que ver con el polvoriento carrusel taxidérmico del Darder. Y está al servicio de contar una historia: precisamente la de esos hombres negros uno de los cuales permaneció durante un siglo en nuestra tierra mostrado como un animal sin memoria. "La vida es trémula / como una gota de agua en una hoja de mofane", dicen unos versos de Albert Malikongwa, uno de los grandes poetas contemporáneos de Botsuana.

Hemos devuelto al Negro. ¿Eso era todo? Una caja. Unas palabras protocolarias de un diplomático español. ¿No tenemos corazón? ¿Ni remordimientos? ¿No hermanaremos Banyoles con Gaborone? ¿No dedicaremos una sala del Museu Darder a reflexionar sobre la negritud, a explicar tan singular historia, y a expiarla?

Para eso fui al parque Tsholofelo el martes. No somos un pueblo de salvajes sin ceremonias. Saqué un pequeño pote de cristal y vertí un poco de agua del lago de Banyoles sobre la tumba del Negro. Musité una disculpa. Y añadí en setsuana: "Robala sentle ['dulces sueños']". Me senté a esperar y vi al pequeño hombre acartonado sonreír, saludarme y marcharse despacio. Le siguieron los Verreaux, Darder, Smith, el barón Delessert, Balzac, Julio Verne y otros viejos conocidos. Con un nudo en la garganta, los vi perderse en el ancho horizonte africano en un remolino de polvo y espejismo. Me levanté. Y fui tras ellos.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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