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¿Le gusta a usted comprar?

No debe ser casualidad que una de las ciudades más atractivas del mundo, como es Barcelona, sea aquí la primera en batallar por la defensa del pequeño comercio. Sin ese patrimonio se demacra el aspecto de las urbes, sin sus numerosos contrastes se allana la amenidad de los paseos y sin su biodiversidad -estética y mercantil- se desertiza el clima de las calles o las plazas.Creen los postuladores de la libertad de horarios que vale más el posible efecto de abaratamiento sobre los artículos que la misma pervivencia de las tiendas sobre las aceras. O incluso: suponen, quienes apoyan tal idea gubernamental, que son ellos los modernos, y vetustos, en cambio, los tenderos o clientes que se oponen a la implantación. Se muñe de esta manera un enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, la rancia tradición del botiguero y los recios perfumes del progreso. Las grandes superficies comerciales, beneficiarias del abierto a cualquier hora y cualquier día, representarían así la flamante enseña del porvenir y la encarnación de un futuro liberado de las trabas irracionales de tiempos imperfectos. Pero la cuestión puede plantearse, justamente, del modo opuesto.

Puede ser que la creciente implantación de grandes centros contribuya a bajar, en un primer momento, el coste de los fideos, las sillas, los niquis o el mistol, pero es ya una certeza que estos artefactos de extrarradio bajan el valor de la vida. Puede ser que la teórica reducción de precios favoreza una contracción de las tasas de inflación, pero es también altamente posible que reduzca la calidad del ocio y el transcurrir ciudadano. El siglo XX fue el siglo en donde se veneró la cantidad, la multiplicación de las producciones en serie, la superabundancia de géneros y modelos, la prodigalidad en la oferta de bienes que desembocaban sucesivamente en la disminución del coste. Con esa insignia cuantitativa, la centuria que ahora acaba proclamó su característico éxito de masas. Pero el siglo XXI comienza como la época de la calidad. Emerge ahora el proyecto de un mundo más acorde con una batería de deseos humanos que buscan su satisfacción antes, por ejemplo, en una comida "natural" -más cara- que en la comida basura -más barata-, o que eligen un medio natural más saludable, atractivo y limpio a cambio de algún tributo suplementario.

El arquetipo de ciudad europea y mediterránea ha requerido, como la naturaleza, muchos siglos para configurar su estructura, sazonada de emociones y sorpresas. Tratar de simplificar su contenido haciendo cerrar a los tenderos, exterminar la vivaz biología de los pequeños escaparates, acabar con la ocasión del diálogo y el contacto vecinal en los actos de elección y compra, significa extinguir una importante porción de la convivencia. Con ello, los precios podrán acortarse en algo, pero la mutilación cultural no tendrá precio.

En ninguna actuación sobre la arquitectura, el urbanismo o el paisaje se procede hoy sin sopesar meticulosamente la función pública de lo preexistente. Dentro del pequeño comercio hay intereses privados, ambiciones monetarias, cosas de sindicatos y patronos particulares, elementos del sector prosaicamente comerciales, pero su propia naturaleza es de una inseparable proyección colectiva. La ciudad, privada de su presencia, queda desposeída de trama social, de argumento general y de energías. El mismo acto de la compraventa suele ser proteico cuando se realiza en el recinto de una boutique, pero fluye hacia la simpleza instrumental a medida que avanza en los ámbitos del gran almacén o en la desoladora vastedad del power center. En todos las geografías urbanas, occidentales o no, donde ha enfermado gravemente el archipiélago comercial, la vida común ha decaído enseguida.

¿Libertad de horarios comerciales? "¿Ya no habrá días de fiesta nunca?", decía un representante sindical de la protesta. La alarma que desencadena el sentido de esta nueva normativa del PP es mucho más que la de una ley económica cualquiera. Se trata, dicen sus defensores, de una ley "de vida". Ciertamente: para perjudicar la vida.

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