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Sighet

En la ciudad de Sighet, por donde los Cárpatos, a caballo entre Rumanía y Hungría, nació el premio Nobel de la Paz Elie Wiesel. Y cuenta el hebreo Wiesel que aquella ciudad tenía la manía de cambiar de nombre, de nacionalidad y de fidelidades. Antes de la Primera Guerra europea formaba parte del Imperio Austro-húngaro, y se llamaba Marmarossziget; luego lució orgullosa el nombre de Sighetul Marmatiei y perteneció al reino de la Gran Rumania. La bautizaron de nuevo durante la Segunda Guerra Mundial con el antiguo nombre magiar, y hoy tiene otra vez un nombre rumano. Son los nombres de una pequeña ciudad de ruidoso patriotismo, que escucha unas veces el himno nacional húngaro y otras el himno real rumano. Cerca de donde confluyen las fronteras de Hungría, Rumanía y Ucrania, que separan más que unen, Sighet fue una ciudad casi judía. Allí acudieron los hebreos hace tres o cuatro siglos, perseguidos por la intolerancia étnica y religiosa, y allí vivieron hasta que la más absoluta de las intolerancias los condujo a los hornos crematorios.Hasta esa llegada del nazismo, la lengua predominante en la ciudad era el yídish, aunque se oían por sus calles el húngaro, el alemán, el rumano, el ruteno, el ucraniano y el ruso. Todos conocían, sin embargo, las palabras necesarias en yídish para comprar en la tiendas de los nietos de Abraham. Sighet, Marmarossziget o Sighetul Marmatiei es un ejemplo de tolerancia e intolerancia histórica, de cambios de nombres, nacionalidades y fidelidades. Wiesel retrata su ciudad natal, de forma magistral, en esa especie de memorias que es Todos los torrentes van a la mar, título sacado de unos expresivos versículos del Eclesiastés que hacen referencia a los avatares humanos.

Vicisitudes y avatares de pueblos y hombres casi siempre relacionados con la tolerancia, la intolerancia y los nombres. Aquí y ahora, cuando atravesamos el puente del 9 d'Octubre de 2000, una fecha que es recuerdo y que es historia incluso con tachaduras, nos atrapan las palabras y los nombres, y nos incordia la intolerancia con o sin recursos legales o leguleyos. Bien es cierto que al ciudadano valenciano le preocupan más la falta de lluvias o la subida del precio de los carburantes, que la intolerante decisión del Gobierno de la Generalitat Valenciana de no aprobar los estatutos de la Universitat Jaume I de Castellón, porque en ellos figuran los nombres de "lengua catalana" y "País Valenciano". Vale. Con toda seguridad pasará inadvertida la sentencia 1275/2000 del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, y el recurso de casación contra dicha sentencia por parte de los órganos académicos de la Jaume I. Vale. Pero la decisión de no aprobar los estatutos a causa de los nombres es intolerancia cuando los nombres pueden coexistir y convivir pacíficamente y sin tensiones, como convivían mayorías y minorías, hebreos y magiares, rumanos y ucranianos, en la Sighet de Wiesel. Sólo esa convivencia de nombres dará, quizás, algún día al traste con las artificiales polémicas valencianas. Si el PP que gobierna la Generalitat Valenciana este 9 d'Octubre hace gala de este tipo de decisiones relacionadas con los nombres, no cabe duda de que su centrismo y liberalidad y tolerancia quedan reducidos a un chiste fácil y un pelín grosero, que se esconde tras la sonrisa electoral y engañosa del anuncio publicitario de una pasta dentrífica.

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