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Árabes israelíes

David Grossman

De nuevo se ha roto la delicada costura que une los remiendos sobre los que se asienta la vida en Israel. A los dos días de violentos conflictos entre el Ejército israelí y los palestinos de la Autoridad se sumaron a la revuelta los palestinos israelíes, ciudadanos del Estado de Israel. Hace ya una semana que miles de manifestantes cortan carreteras, tiran piedras a los policías y destruyen, con indignación e ira, todo signo de la autoridad de Israel. La policía, por su parte, actúa con gran violencia, de un modo que nunca emplearía contra manifestantes judíos, y hasta el momento de escribir este artículo hay ya diez muertos (¡ciudadanos de Israel!) y unos mil heridos.De nuevo, en un abrir y cerrar de ojos han dado al traste todos los esfuerzos y esperanzas con los que durante veinte años se ha tratado de consolidar en este país una forma de convivencia civilizada que resolviera las diferencias religiosas y culturales entre ambos pueblos. Hoy más que nunca parece una cuestión irresoluble, aterradora y desesperante; y a diferencia de los anteriores estallidos de violencia, creo que esta vez será muy difícil volver a introducir en la botella al genio que salió de ella.

La raíz del problema está en que los judíos y los palestinos israelíes viven juntos por obligación tras la creación del Estado de Israel, en 1948. Los palestinos, entonces mayoría en la zona, huyeron o fueron expulsados, y quedó una minoría en un territorio conquistado por los judíos. En apariencia, los que se quedaron disfrutaron desde el primer día de los mismos derechos civiles que cualquier israelí. Pero, en realidad, los palestinos sufrían y siguen sufriendo discriminación en muchos ámbitos (asignación de presupuestos, expropiación de tierras...), además de ser vistos con desconfianza por los cuerpos de seguridad y por una mayoría de los judíos que generalmente no distingue entre el palestino ciudadano de Israel y el palestino de los territorios, ambos considerados un "objeto sospechoso".

La población palestina ha ido aumentando y actualmente constituye una quinta parte de la población de Israel. Sin embargo, el temor de los palestinos a una reacción violenta por parte de Israel ante cualquier signo de identidad autónoma palestina hizo que durante años la minoría árabe en Israel estuviera "dormida" o, mejor dicho, autoanestesiada, sin duda también para no tener que abrir los ojos ante su trágica situación. Mientras Israel estuvo en conflicto con los países árabes de la zona, los árabes israelíes evitaron pronunciarse abiertamente contra Israel. Incluso en plena Intifada, en la guerra entre el Ejército israelí y sus indefensos hermanos palestinos, los árabes de Israel seguían haciendo su vida normal, pagando sus impuestos al Estado y, como mucho, recogían alimentos y medicinas para sus hermanos de los territorios. Nunca se atrevieron a organizar acciones de protesta civil. Nunca hicieron algo tan normal en otros sectores de la población como manifestarse en una ciudad "judía". Puede que para la mayoría de los judíos israelíes sea una pesadilla la posibilidad de cien mil palestinos israelíes manifestándose en la plaza de Rabin de Tel Aviv, pero puede no ser menor el miedo de los propios palestinos a hacerlo y a enfrentarse a la reacción de la mayoría judía.

Tampoco la mayoría judía fue capaz de vivir con las contradicciones morales que le acarreaba la nueva situación, en la que veía una imagen deformada de sí como pueblo que vive en un Estado democrático y desarrollado. Pero, aunque no han sido pocos los organismos que han luchado en favor de la igualdad de derechos y la integración de los palestinos en la sociedad israelí, la mayoría de los israelíes ha preferido desentenderse del problema. Y lo ha logrado. Los pueblos y ciudades árabes en Israel se convirtieron en una tierra desconocida, inexistente. Los judíos buscaban en ellos, como mucho, mano de obra relativamente barata o iban los sábados a algunas aldeas "amigas" para degustar "comida oriental" y luego volvían a sus casas y a su vida cotidiana, en la que el "problema" con los árabes israelíes no existía (siempre había problemas más graves y que acarreaban violencia).

Poco a poco, ambos pueblos han ido aprendiendo a convivir gracias a una gimnasia donde no abunda el aprecio. El "cuerpo" israelí siente la cuestión de la minoría árabe como un hueso roto soldado con poco éxito. Ha habido disturbios aislados o se han descubierto organizaciones terroristas que luchaban contra el Estado de Israel, y entonces los judíos israelíes han exigido a la minoría árabe que demostrase su lealtad hacia el Estado judío, exigencia algo cínica dada la poca lealtad con la que el Estado de Israel trata a sus ciudadanos palestinos.

Con el tiempo se han dado pasos para corregir esta discriminación, pero no los suficientes. Y tampoco ahora, con el Gobierno de Barak, se percibe un reparto más justo de los presupuestos del Estado. Bastan algunos ejemplos: en los 52 años de existencia del Estado de Israel, no ha habido ningún ministro árabe, en muchas aldeas árabes apenas hay alcantarillado, los colegios están en un estado lamentable y el programa de estudios es tendencioso y parcial.

Pero el problema no es sólo económico o social. Es difícil describir la complejidad del dilema en el que vive el palestino que quiere ser un ciudadano con igualdad de derechos en Israel, que se define a sí mismo como un "Estado judío". Además, ese ciudadano financia con sus impuestos al Ministerio de Inmigración, que en apenas una década ha llevado a Israel a casi un millón de judíos de la antigua URSS y de Etiopía para reforzar la "mayoría judía", que ocupa los puestos de trabajo del ciudadano árabe, y, para asentarlos, Israel expropia de vez en cuando a los árabes tierras que poseían desde hace generaciones. Aún es más escalofriante pensar que un ciudadano árabe financia al Ejército israelí -en el cual no sirve-, que utiliza su dinero para comprar armas y disparar contra su hermano, el palestino que vive al otro lado de la frontera.

También es complicada la situación del judío israelí, cuyo deseo más profundo y auténtico (y legítimo, tras siglos de diáspora y antisemitismo) era vivir en un Estado que representase la tradición, cultura y memoria histórica del pueblo judío; y, en cambio, tiene que compartirlo con otro pueblo que se opone con decisión a cualquier signo de identidad judía, que no siente como suyo el himno del Estado judío y que considera que el Día del Recuerdo del Holocausto es una manipulación judía para justificar su comportamiento hacia los árabes.

Pero he aquí que durante los últimos años se ha producido un cambio en la actitud de los árabes israelíes. Muchos se han hartado de esperar a que les permitieran disfrutar de una auténtica igualdad. Esa desesperación, unida a una mayor madurez política y social, les ha hecho ver que son ellos los que han de luchar por una mayor igualdad, sin esperar la ayuda del Estado judío.

Y así ha sido: la voz de los palestinos se ha convertido en una de las voces más fuertes y reivindicativas de la sociedad israelí. Defienden sus intereses utilizando los mecanismos de la democracia israelí. Desafían al sistema judicial de Israel y ponen de manifiesto la discriminación abierta y encubierta que sufren. Es más, hoy se puede oír ya el llamamiento a constituir una autonomía árabe en el corazón de Israel: "el Estado de Galilea".

Se observa así un proceso apasionante: cuanto más "israelíes" se hacen los palestinos, usando los mecanismos de la democracia israelí, más se fortalece su identidad como palestinos. Y al revés: cuanto mayor es su conciencia palestina, más osan reclamar la totalidad de sus derechos como ciudadanos israelíes.

Todo este proceso ha llegado a su punto de ebullición ahora. Se equivoca el que crea que las cosas volverán a ser como antes. Tenemos ante nosotros una nueva realidad: Israel firmará en un futuro próximo un acuerdo de paz con la Autoridad Palestina, y quedará un conflicto más grave y esencial: entre judíos y palestinos en el seno del propio Estado de Israel. Surgirá una lucha inevitable sobre la democracia israelí y sobre la sociedad y la nueva identidad de Israel.

Israel sólo tiene una manera de evitar el derramamiento de sangre: cambiar el estatus de la minoría árabe garantizando una igualdad plena, incluso a través de la discriminación positiva. Es inaceptable que el Estado siga sin contar con una quinta parte de la población; no es moral ni legítimo. Los palestinos mantendrán el vínculo natural que les une a los países árabes y al Estado palestino que surja tras el acuerdo de paz; desarrollarán su cultura y sus tradiciones, pero como cualquier minoría que acepta las leyes del Estado en el que vive. Deberán renunciar a constituir una autonomía árabe en Galilea, por la misma razón por la que la minoría judía en Gran Bretaña no puede exigir una autonomía territorial de ese tipo.

Ahora, cuando suenan los disparos y el olor a gases lacrimógenos llega a veces a mi habitación, puede parecer estúpido lo que digo, pero ni judíos ni palestinos podrán vivir aquí en paz hasta que no se alcance un consenso civil por el que se reconozcan los diferentes intereses de cada parte y se dé más voz a los sectores moderados de la población judía y palestina. Si esto no es así, Israel se verá pronto inmerso en un conflicto interno, peligroso y sangriento.

David Grossman es escritor israelí, autor, entre otros libros, de Presencias ausentes.Conversaciones con palestinos en Israel. Tusquets, 1994.

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