Memoria y estatuas
La memoria debería ir aparte, ser independiente del resto de la mujer o el hombre que la tiene; debería estar hecha de un material menos flexible o, al menos, ser más exacta, más comprobable. Pero no es nada de eso. Incluso en los mejores casos, la memoria consiste, como vemos en una línea de Jorge Luis Borges, en "recordar unos hechos que tal vez fueran otros". En los peores, la memoria es un líquido oscuro y viscoso, una caja negra de la que cada uno saca las mentiras y los infundios que quiere. Fíjense, por ejemplo, en lo que hacen los políticos locales del PP en Santander y en El Ferrol cuando les piden que retiren las estatuas de Franco y los símbolos relacionados con el asesino que aún quedan en sus ciudades.Los de El Ferrol dicen que van a someter la cuestión a referéndum, que si los ciudadanos quieren que se quite la estatua del dictador que preside la Plaza de España, la quitarán. Los de Santander dicen que la plaza del Generalísimo se seguirá llamando plaza del Generalísimo ocurra lo que ocurra y diga lo que diga la oposición, aunque están dispuestos a retirar tres o cuatro placas, como las insignias fascistas del monolito que hay en la plaza dedicada a la "hermana Italia" que homenajean a las "heroicas legiones que bajo el signo de Franco lucharon y cayeron fraternalmente unidas con los soldados españoles por la sublime causa de la civilización cristiana". Una simpática concejal del PP cántabro, además, ha recordado que, a fin de cuentas, el Funeralísimo -como lo llamaba en sus poemas Rafael Alberti- es un personaje histórico, ha declarado que tal vez cometiera errores pero que "algo bueno haría" y ha dicho que es lo mismo que si se pretendiese retirar de la calle "una estatua de Pablo Iglesias". Su argumento sería ocurrente si estuviera dentro de una película de Gabi, Fofó, Miliki y Fofito, pero como no lo está, no es ocurrente sino peligroso: le das la vuelta y dices que lo mismo que hay estatuas de Franco en España también podría haberlas de Hitler, de Stalin o de algún activista de ETA, dependiendo de quién mande en cada Ayuntamiento. No se asusten, eso es lo que ellos quieren, que estas cosas asusten para poder dejar sus estatuas de criminales en donde están.
En Madrid y sus alrededores también tenemos nuestra ración de Francisco Franco. Tenemos su insultante estatua ecuestre en Nuevos Ministerios. Tenemos su Arco del Triunfo en Moncloa y su asqueroso Valle de los Caídos en la sierra. Tenemos un montón de pueblos con calles que aún llevan su nombre, monumentos que conservan el yugo y las flechas de su Falange, flechas para matar y yugo para someter a sus ciudadanos. Los políticos del PSOE, cuando mandaban, no se atrevieron a tocar todo eso. A alguno del PP, quizá le gustaría volver a poner el perfil del generalete en las monedas. ¿Por qué no? ¿No es un personaje de nuestra Historia, como Cristóbal Colón o como Hernán Cortés o como Pablo Iglesias? Es curioso, el modo en que se puede utilizar la memoria, la manera en que puede servir para justificar cualquier cosa que hagas. Los carniceros del ejército de Israel y sus jefes pueden masacrar palestinos mientras se acuerdan de Auschwitz, de Dachau, de Sachsenhausen, porque al parecer todo dolor justifica otro dolor, toda injusticia o atrocidad justifica otras atrocidades y otras injusticias que deben ser comprendidas, perdonadas y hasta bendecidas. En cuanto a la mayor parte de los políticos españoles, su memoria también es buena o mala según la ocasión: tienen una memoria excelente, y está muy bien que así sea, para acordarse del GAL o de FILESA, de Roldán o de Naseiro, del escándalo del B.O.E. o del túnel de Sóller. Pero para Franco la cosa es distinta. Franco es cosa del pasado, mejor no remover.
A alguna gente, sin embargo, nos repugnan esas estatuas o nombres de calles ganadas a tiros, manchadas de sangre; nos ofenden esos honores que los cómplices del verdugo le dedicaron al verdugo y sus víctimas, o los herederos de sus víctimas, no fueron capaces de arrebatarle. A alguna gente nos asquea todo ese asunto y, cuando paseamos por Madrid, nos entristece y nos da rabia ver la estatua de Franco o los símbolos de su régimen que ennegrecen la ciudad. Lo que no sabemos es si nos asusta más la complicidad de quienes lo justifican o la cobardía de quienes fingen haberlo olvidado.
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