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Memoria de una generación

Este viernes, 6 de octubre, hará 66 años que los mineros revolucionarios sitiaban Oviedo a golpe de dinamita y que en Barcelona la Generalitat proclamaba el "Estado catalán dentro de la República federal española". No hace tanto de aquello. Habrá quien lo recuerde por haberlo vivido. Pero aquéllos eran otros tiempos. Se la llamó Revolución de Octubre de 1934, y como tal ha pasado a nuestra memoria común.También aquí, en el País Vasco, se produjo un conato revolucionario (el más importante tras Asturias y Cataluña). Los insurrectos controlaron la zona minera vizcaína, donde se abolió el servicio doméstico "por ser una mala costumbre burguesa" (luego, derrotados, huyeron a los montes para allí ser ¡bombardeados por la aviación!); hubo muertos en Pasajes, y toma del poder local en Éibar y Mondragón (donde asesinaron al tío abuelo del actual ministro de Interior).

Hoy las cosas son distintas. Hoy nos amenazan con dejarnos sin pescado fresco, y, tal vez, no podamos utilizar nuestros turismos por falta de combustible. No quisiera ser mal interpretado, entiéndalo. No es que esto de amenazar con paralizar nuestra economía no sea cosa seria. Lo es. Pero usted se hace cargo de que aquéllos eran otros tiempos. Y, si no fuera por el tiro en la nuca de hoy, podría decirse que eran tiempos muy distintos.

La insurrección del 34 fue un hecho sangriento (en su origen y, también, en su represión) y, sin duda, políticamente muy discutible (y se discute). No entro ahora en ese debate. Ni tampoco a valorar el ansia de justicia entre la gente humilde, los valores del humanismo popular o los ideales éticos que anidaban entre una parte de la población que tomó parte en el levantamiento. En absoluto. Porque lo que marcó aquel episodio, como otros anteriores y posteriores, fue el clima de la época en Europa, dominado por las ideologías de la guerra civil: el fascismo y el estalinismo. Dos ideologías que auspiciaban el enfrentamiento violento para acceder al poder, la anulación física o civil del contrario y la imposición de un poder totalitario. Y, en ese sentido, también 1934 se halló contaminado de aquel espíritu infame.

Sin embargo, y pese a lo que digo, existía una tercera cultura política en toda Europa, potente aún también aquí: la de los defensores de la democracia social y la libertad, la de los impulsores de la II República en España. Aquella corriente representaba los valores del humanismo y de la fraternidad, el ideal -que no la práctica consecuente- de la democracia y la justicia social. Eran los valores que iban prevaliendo gracias a los liberales de Lloyd George y los laboristas en Gran Bretaña, o de Roosevelt en EE UU. Y fue el modelo que se impuso en Europa tras la II Guerra.

Volviendo a 1934, es cierto que podía ya observarse alguna bolchevización (totalitaria) en sectores del PSOE de la época (siempre con la simétrica fascistización, totalitaria también, de grupos de la CEDA). Sin embargo, tras el fracaso de la intentona, las corrientes más belicistas entre los insurrectos cedieron el protagonismo a gente como Indalecio Prieto (que intervino desde su gestación, y, a su manera, también Manuel Azaña), miembros de una generación, la del 14 (que con la del 98 y la del 27 completan lo mejor de nuestra tradición reciente), formados en los valores de la libertad y la democracia, y promotores del proyecto de 1931.

En contra de lo que alguna publicística interesada tiende a decir hoy, 1934 no fue el origen de la "refriega" que condujo a la guerra del 36, sino que derivó en una clara apuesta por los valores de la democracia representada por la Constitución de 1931 (lo que se materializó en las elecciones de febrero de 1936). Un resultado consciente y querido en el caso de los Prieto y Azaña. Y también en el del catalán Companys, que, frente al proyecto etnicista y fascistizante de Josep Dencàs, opuso un gesto político de apoyo a las izquierdas republicanas españolas y a la esperanza de 1931.

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Hoy democracia significa ejercicio libre del voto. Pero en los treinta -otros tiempos, otros tiempos-, la democracia era el rechazo del totalitarismo por el medio que fuera. Así lo comprendieron Azaña, Prieto o Companys, hijos, sí, de aquel tiempo, pero en el origen, también, de nuestra actual democracia.

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