Problemas del neoliberalismo
En los diez años que han seguido a la caída de la Unión Soviética, la mayor parte del mundo se encuentra entre las garras de una ideología cuya encarnación más dramática se puede encontrar actualmente en la carrera entre los dos principales candidatos a la presidencia de Estados Unidos. No deseo enumerar aquí los diversos temas que los separan, sino más bien apuntar rápidamente qué es lo que les une y, en muchos aspectos, hace que uno sea la viva imagen del otro. Ambos son apasionados y firmes creyentes en el sistema de libre mercado. Ambos defienden lo que ellos llaman menos gobierno, en contraposición al "gran" gobierno, y juntos mantienen la campaña contra el Estado del bienestar, inaugurada hace dos décadas por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Es esta continuidad de 20 años la que me gustaría describir, en vista de lo que ha significado la aparición y hegemonía del neoliberalismo, doctrina que ha transformado casi completamente al Partido Laborista británico (llamado ahora Nuevo Laborismo) y al Partido Demócrata de Clinton y Gore. El dilema que todos afrontamos como ciudadanos es que, salvo raras excepciones (la mayor parte de ellas, desastres económicos desesperadamente aislados, como Corea del Norte y Cuba, o alternativas que no sirven como modelos a seguir), el neoliberalismo ha atrapado al mundo entre sus garras, con graves consecuencias para la democracia y el medio ambiente físico, que no deben ser ni subestimadas ni pasadas por alto.El socialismo estatal, tal y como fue llevado a la práctica en Europa del Este, China y unos cuantos países de África y Asia, fue incapaz de competir con la energía e inventiva del capital financiero globalizado, que capturaba más mercados, prometía prosperidad rápida y atraía a un enorme número de personas para quienes el control estatal significaba subdesarrollo, burocracia y la supervisión represiva de la vida cotidiana. La Unión Soviética y la Europa del Este se volvieron entonces hacia el capitalismo, y con ello nació un nuevo mundo. Pero cuando las doctrinas del libre mercado se aplicaron a los sistemas de seguridad social, como el que habían mantenido Gran Bretaña durante el periodo de posguerra y Estados Unidos desde el new deal de Franklin Delano Roosevelt, se produjo una transformación social masiva. Volveré a esto enseguida. Pero hay que hacer un esfuerzo y recordar que aquellas políticas, auténticamente progresistas en su momento, crearon una situación relativamente nueva de igualdad democrática y prestaciones sociales ampliamente repartidas, y administradas y financiadas todas ellas por el Estado central. Fueron ellas las que dieron fuerza a la Gran Bretaña de posguerra y a Estados Unidos entre los años cuarenta y los cincuenta. Los impuestos eran, por lo tanto, bastante altos para los ricos, aunque las clases medias y bajas también tenían que pagar por las prestaciones que les correspondían (educación, sanidad y seguridad social, principalmente). Muchas de estas prestaciones fueron consecuencia de un sistema de sindicatos agresivo y bien organizado, pero también prevalecía la idea de que los grandes costes de la sanidad y la educación, por ejemplo, que el ciudadano no podía pagar solo, debían ser subvencionados por el Estado del bienestar. A principios de los noventa, todo esto no sólo estaba siendo atacado sino que empezaba a desaparecer.
Primero, los sindicatos fueron disueltos o divididos (los mineros británicos y los controladores de tráfico aéreo estadounidenses). A esto le siguió la privatización de los principales servicios, como el transporte, la luz, el gas, la educación y la industria pesada, sobre todo en Europa. En Estados Unidos, donde la mayoría de las industrias, excepto la luz y el gas, estaban ya en manos privadas, pero los precios eran controlados por el Gobierno en el sector de los servicios básicos, la liberalización estaba a la orden del día. Esto significaba que el Gobierno ya no desempeñaría ningún papel a la hora de garantizar que los precios del transporte, las necesidades básicas, la sanidad, la educación, así como el gas y la electricidad, se mantendrían dentro de ciertos límites. El mercado iba a ser ahora el que dictara las normas, lo que significaba que el establecimiento de los costes y beneficios de las líneas aéreas, hospitales, compañías telefónicas y, más tarde, el gas, la electricidad y el agua quedaba en manos de las compañías privadas, frecuentemente con un considerable perjuicio económico para el consumidor. Muy pronto, hasta correos y buena parte del sistema de prisiones fueron privatizados y liberalizados. En Gran Bretaña, el thatcherismo destruyó prácticamente el sistema universitario, pues veía a cada institución universitaria como un proveedor de aprendizaje y, por tanto, como un negocio que, en términos de pérdidas y ganancias, tendía a perder dinero. Se eliminaron muchas cátedras, lo que provocó una pérdida extraordinaria de moral y productividad, ya que miles de profesores tuvieron que buscar empleo en el extranjero.
Con la caída del socialismo y el triunfo de los partidos y políticas agresivamente de derechas, como los encabezados por Reagan y Thatcher, la vieja izquierda liberal del Partido Laborista y el Partido Demócrata de Estados Unidos tenían dos alternativas. Una era acercarse a las políticas de la derecha que tenían éxito, y la otra, elegir una opción que protegiera los antiguos servicios pero que los hiciera más eficaces. Tanto los nuevos laboristas británicos como los demócratas de Clinton optaron por el primer camino (desplazarse hacia la derecha), pero mantuvieron hábilmente algo de la retórica del pasado, dando a entender que muchos de los servicios del bienestar que antes proporcionaba el Estado seguían estando allí, si bien envueltos de otra forma.
Era simplemente mentira. La liberalización y la privatización continuaron, con el resultado de que el incentivo de las ganancias se apoderó completamente del sector público. Los presupuestos para la seguridad social, la atención sanitaria para pobres y ancianos y las escuelas se redujeron drásticamente; defensa y ley y orden (policía y prisiones) recibieron más dinero del Estado y/o fueron privatizados. La pérdida más importante la han sufrido la democracia y las prácticas sociales. Porque cuando el país está gobernado por el mercado (en EE UU, un periodo de gran prosperidad para la mitad superior del país y pobreza para la inferior) y el Estado ha cedido de hecho frente a las empresas más poderosas y a la Bolsa (como pone de manifiesto el tremendo crecimiento de las empresas electrónicas), el ciudadano de a pie tiene cada vez menos incentivos para participar en un sistema que se percibe como algo fuera de control, por lo menos en lo que respecta a la gente corriente. El precio de este sistema neoliberal lo ha pagado el ciudadano, que se siente dejado de lado, sin poder, y apartado de un mercado regido por la avaricia, las inmensas multinacionales y un Gobierno a la merced del mejor postor; por lo tanto, las elecciones no están controladas por el elector individual, sino por los contribuyentes más importantes, los medios de información (que están interesados en mantener el sistema) y el sector empresarial.
Lo más descorazonador es la sensación que tiene la mayor parte de la gente no sólo de que no hay otra alternativa, sino de que éste es el mejor sistema que se podría soñar, el triunfo del ideal de la clase media, una democracia liberal y humana. O, como lo llamó Francis Fukuyama, el final de la historia. Las desigualdades han sido apartadas de la vista. La degradación del medio ambiente y el empobrecimiento de grandes zonas de Asia, África y Latinoamérica (el llamado Sur) son secundarios ante los beneficios de las corporaciones. Lo peor de todo es la pérdida de una iniciativa que podría traer cambios significativos. Ya no queda casi nadie que ponga en duda la idea de que las escuelas, por ejemplo, deban gestionarse como empresas con ánimo de lucro y que los hospitales deban ofrecer sus servicios sólo a aquellos que puedan pagar los precios establecidos por las empresas farmacéuticas y los gerentes de los hospitales. La desaparición del Estado del bienestar significa que no existe ninguna entidad pública que salvaguarde el bienestar personal de los débiles, los desfavorecidos, las familias pobres, los niños, los discapacitados y los ancianos. El neoliberalismo habla de oportunidades "libres" e "iguales", mientras que aquel que por alguna razón no es capaz de seguir adelante, se hunde. Lo que ha desaparecido es la idea de que los ciudadanos necesitan tener un derecho, garantizado por el Estado, a la sanidad, la educación, el cobijo y las libertades democráticas. Si todos ellos se convierten en la presa del mercado globalizado, el futuro es profundamente inseguro para la inmensa mayoría de la gente, a pesar de la retórica tranquilizadora (y profundamente engañosa) de cariño y bondad que prodigan los que controlan los medios de comunicación y los expertos en relaciones públicas que dominan el discurso público.
La cuestión está en cuánto va a durar el neoliberalismo. Porque si el sistema global empieza a desmoronarse, si cada vez hay más personas que sufren las consecuencias del fin de los servicios sociales, si la falta de poder caracteriza cada vez más el sistema político, empezará a surgir una crisis. Al llegar a ese punto será inevitable un sentimiento de necesidad de nuevas alternativas, incluso si de momento nos dicen que "nunca habíamos estado tan bien". ¿Cuánto sufrimiento social habrá que tolerar antes de que la necesidad de cambio genere de hecho un cambio? Ésta es la cuestión política más importante de nuestro tiempo.
Edward W. Said es profesor en la Universidad de Columbia.
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