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Hacer electoralismo

A los forjadores de grandes ideales les parece mezquino y deleznable, pero la política en democracia es una pacífica y reglada competición por el voto. Decirlo es fácil pero alcanzarlo ha costado sangre: el poder, por sí mismo, no tiende ni a repartirse ni a abandonarse. Quien lo alcanza, suele creer que está colocado ahí por decisión divina y no lo suelta a no ser que lo echen, ni lo comparte a no ser que lo necesite. Para que esto ocurra, para que se den las condiciones que obliguen a alguien a abandonar pacíficamente el poder o a compartirlo con algún socio, se requiere una sociedad que haya desarrollado una cultura de libertad y un Estado con poderes separados, en mutuo equilibrio y vigilancia.No tiene sentido, por tanto, que un jefe de la oposición, obligado a pescar votos donde pueda, acuse a un jefe de Gobierno de algo que suena tan feo como hacer electoralismo. Todos están obligados a hacerlo y quien no lo sepa, quien ignore cómo se consiguen votos o, peor aún, quien tenga esa tarea como propia de politicastros, más vale que se dedique a otra cosa, a impartir sermones, o a enseñar a los parvulillos a distinguir alas de mariposa. Ganar elecciones es la primera tarea de un político demócrata. Dicho sea de paso: Arzalluz, que lo sabe, ordena a Ibarretxe, que tal vez lo ignore, que no disuelva el Parlamento así lo rocíen con aceite hirviendo: datos tendrá de que sus potenciales electores no están todavía maduros para pedirles el voto.

Pero volviendo a lo principal: si la acusación de electoralismo, aunque carezca de sentido, suena tan rotunda será porque debajo de ella se oculta otra cosa. Y lo que se oculta es algo distinto y, ahora sí, ilegítimo y peligroso en sus resultados: es la tendencia del Gobierno -de éste y de cualquiera- a buscar su perpetuación tomándose por único representante de la sociedad e identificándose con el Estado. Le ocurre al PP y a su presidente como le ocurrió al PSOE y a su secretario general: los partidos querrían, en el fondo, no serlo, o ser algo así como movimientos nacionales, representantes de la sociedad entera, y tienden a olvidar que son sólo lo que son: una parte que temporalmente ha recibido el encargo de gobernar el todo sin apropiárselo.

Para reforzar esa identificación entre Gobierno, sociedad y Estado, los partidos en el poder son capaces de cualquier cosa, incluso de aprovechar en beneficio propio sentimientos ajenos. Nadie negará a este Gobierno una particular sensibilidad hacia las víctimas de esta barbarie vasca que ni el Estado ni la sociedad españoles merecen. El presidente y los ministros acuden a la vera de las personas afectadas por la saña exterminadora de los nacionalistas radicales aunque tengan que romper agendas y faltar a otros compromisos. Su conducta en este terreno ha sido impecable y ha canalizado hacia las víctimas el sentimiento que domina a la mayoría de los ciudadanos cada vez que un crimen de esta naturaleza vuelve a cometerse. Naturalmente, incluso quienes no han votado este Gobierno, no tienen dificultad alguna en estar con él cuando expresa su solidaridad a las víctimas del terror.

Por eso, no se entiende bien que cuando se trata de un reconocimiento institucional, no se haya puesto particular esmero en evitar toda apariencia partidista y hasta gubernamental. Recordar a las víctimas, rendirles un homenaje de respeto, impedir que caigan en un oprobioso olvido no es interés de un partido, ni de un Gobierno, ni de una oposición; es un interés, y una obligación, de Estado. Es el Estado, como comunidad política, el que debe aparecer como sujeto activo de ese reconocimiento, pasando el Gobierno, junto a la oposición, a un mismo y discreto plano. Cómo haya de resolverse protocolariamente esta exigencia en un Estado con una jefatura reconocida por la Constitución no debía plantear problema: para asuntos de esta naturaleza dispone el Estado de un jefe carente de poder ejecutivo.

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