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¿Hacia dónde?

LUIS DANIEL IZPIZUA¿Qué puede esperarse de un partido que se considera un pueblo y que escenifica esa convicción con una parada inenarrable en la que ritualiza ese destino al que no puede renunciar? Yo me pregunto si hay algún otro partido que en sus celebraciones rinda culto a su ejército, a "sus" gudaris -y subrayo el sus- como éste del que no nos queda otro remedio que hablar. Y me pregunto también qué le escuece al líder de ese partido, al señor Arzalluz, cuando tanto y tan insistentemente se queja de los asesinos del señor Manzanas, a los que cree divisar en cada celebración de las fuerzas adversas, si son ellos, fueron ellos, quienes reinstauraron la cadena armada que tanta gloria da, ha de dar, a ese pueblo que él tan garbosamente lidera. ¿No celebra él a sus gudaris? ¿Por qué le molesta tanto, entonces, que haya también en las filas adversas gudaris que tiempo ha renunciaron a serlo, que reniegan además de haberlo sido, y que no desean ser celebrados, ni lo son, allí donde actualmente se integran? ¿No será que le rompen los esquemas y que desearía tenerlos en sus filas, como de hecho tiene a más de uno y de dos sin que se le ocurra fustigarlos de continuo con su cilicio penitencial en su pasado culpable? En el cartón piedra de la historia que nos cuenta el señor Arzalluz, y que tan folclóricamente ritualiza, esos fantasmas que asesinaron al señor Manzanas, y que por doquier le acosan, introducen una verdad que le desgarra el belén. Y ahí le pica.

Para quienes, niños del subdesarrollo y de la penuria política y cultural, ansiábamos acceder a una modernidad hacia la que encaminábamos nuestros esfuerzos, la experiencia histórica que nos ha tocado vivir ha resultado ser amarga y descorazonadora. Ahítos de los estamentos clerical y militar, que tanto rumbo dieron a nuestras vidas con sus desfiles y procesiones, tanto corsé a nuestro pensamiento con sus catecismos y proclamas, y tantas caries a nuestros dientes con el rechinar de la desesperanza, celebramos el final del viejo régimen con una inspiración de alivio, un vendaval en los pulmones, porque al fin íbamos a quitarnos de encima toda aquella caspa. Pero hete aquí que, en esta tierra, aquella fórmula debió de gustar tanto que no conseguimos quitarnos de encima ni a los militares ni a los curas. Hemos, sí, probado nuevas formas de champú, pero hasta ahí parece llegar el progreso en esta nueva fórmula que se resume en champú más catecismo más beaucoup de gloire.

Pienso, de verdad, que este país no será normal mientras militares, ex militares y ex clérigos disfruten de la atención de que aún gozan entre nosotros. Nada como tener el pedigrí de haber militado en la Cosa o en sus aledaños para que la opinión de uno adquiera un crédito que no tiene por qué ser directamente proporcional a la sensatez de lo que dice. Mientras tanto, una multitud civilizada es condenada al papel de espectador, por más que haya dicho hace tiempo cómo ha de ser este país y lo sostenga día a día con un esfuerzo callado y acostumbrado a sortear los escollos que le interponen los héroes. Moderno, y con la mira puesta en los debates y soluciones de los países de su entorno, su vida ha oscilado entre el estupor y la incomodidad ante este marco premoderno en que se lo pretendía integrar. Dueño de una identidad porosa, el dictado machacón de una identidad cerrada, siempre subsidiaria de un doctrinarismo simplón y retrógrado y de una ideología del progreso igualmente reductora, ha terminado por expulsarlo a los márgenes.

Y ese y no otro es el ciudadano que se manifestó el pasado sábado en San Sebastián. Pretender encuadrarlo en posiciones de derecha o de izquierda, o situarlo en el centro de un debate entre nacionalismos, es errar el diagnóstico y no querer entender lo que ocurre realmente. Lo que de verdad persiguen esos ciudadanos es la posibilidad de una sociedad abierta que no esté regida por cierres sacrales inmunes a toda crítica. Frente a los partidos pueblo que aspiran a ser de una vez por todas la voz única del pueblo que dicen ser, los ciudadanos que se manifestaron el sábado desean que su voz sea también audible de una vez por todas y liberarse de ese redil añejo del que tanto han ansiado desprenderse, sin conseguirlo jamás.

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