El arte de mentir ANTONI PUIGVERD
En una de sus últimas crónicas, Ramón de España saludó con simpatía la aparición de El adversario, una novela (editada, por cierto, también en catalán por Empúries) que trata de explicar la historia verídica de un mentiroso magistral y trágico. Al hilo de este caso, Ramón de España descubría en su crónica la existencia, en el Eixample barcelonés, de tipos con maletín y móbil que dedican la jornada a aparentar lo que no son. Otras personas me han hablado también no sólo del caso que narra la novela, sino de otros parecidos, aunque menos trágicos: casos verídicos que tratan de mentirosos de tomo y lomo, de geniales practicantes de una doble vida.Ahí está, por ejemplo, el campeón gerundense de la mentira. Le llamaremos Prudencio. Casado con una comerciante local, aterrizó en la ciudad más o menos durante la transición. A la manera del genial Roldán, Prudencio se presentaba como poseedor de diversos títulos, entre los que estaba el de la London School of Economics. Pronto, los directivos bancarios buscaron su consejo. Y los novatos de la culturilla local le frecuentaron. El fabuloso Prudencio mencionaba unos méritos que dejaban a sus inocentes contertulios con la boca abierta. En los corrillos de la ciudad empezaron a circular opulentas informaciones: "¡Prudencio ha estado unos días en Washington, para dar una conferencia en la librería del Congreso!", "¡Es asesor del Bundesbank!", "¡Está negociando la deuda de un país del Este!". En aquella época, Girona era mucho más pequeña y provinciana que ahora y no dejaba de ser normal que alguien con su colosal currículo fuera agasajado como un héroe. La principal revista local lo entrevistó y, de repente, empezaron a lloverle los encargos. El grupo local de CDC, preparando las primeras elecciones, publicó en la prensa un informe sobre el futuro urbanismo firmado por nuestro campeón. Para no ser menos, el PSC, que no tenía todavía un candidato claro a la alcaldía, estudió la candidatura de Prudencio, que parecía mejor, "con mayor bagaje internacional" que la del historiador Quim Nadal. La plana mayor del Colegio Universitario pidió a Prudencio que ingresara como profesor encargado de los nuevos estudios de Empresariales, a lo que el genio se negó, aduciendo "exceso de responsablidades internacionales". No se resignaron ante la decepcionante negativa. Y le suplicaron que al menos accediese a pronunciar la conferencia inaugural del curso universitario. Y así fue como un lego en economía, un creador de autoficción que nunca había estado en Washington y que no conocía a un solo alemán con poder económico, dio una solemne lección de economía a los profesores universitarios de Girona.
Gracias a su fama, consiguió esquilmar a más de uno. Se llevaba libros sin pagar. Y sin pagar conseguía del charcutero el entonces casi desconocido jamón de Jabugo para atender a sus "excepcionales visitantes". Pero la víctima principal de sus mentiras fue mi amigo M., quien pretendía en aquella época pasar un tiempo de estudios en Inglaterra. En una tertulia, M. expresó su quimérico deseo de asistir a las clases del eminente profesor Craig.
-¿Craig? -exclamó Prudencio, en el mismo tono que preguntaría por un vecino-. Ayer mismo hablé con él por teléfono. Es un tipo entrañable. Cuando estoy en Londres, cenamos siempre juntos.
Prudencio prometió a M. una carta de recomendación. "Me ha dicho Craig que te colocará en la Biblioteca Británica". Mi amigo, que estaba casado y tenía ya una niña, preparó alborozado el viaje. Nunca, sin embargo, la carta estaba disponible. Pero las excusas siempre parecían creíbles. Una: "Estuve hasta altas horas de la noche redactando un informe para los alemanes". Dos: "La olvidé en casa, ¿quieres que vaya a buscarla?". Tres: "Otra vez la olvidé, lo siento. Estos rusos no me dejan descansar...".
-¿Los rusos?
-Sí, llevo dos días sin dormir por culpa de un artículo para una revista rusa...
Eran los tiempos de la máquina eléctrica con margaritas cambiables, ¿recuerdan? Mi amigo M. quedó estupefacto al comprobar que, en efecto, la máquina de Prudencio escribía con los signos cirílicos del alfabeto ruso. Con golpes de efecto de este calibre, la espera de la carta de recomendación se retrasó hasta el mismo día de partida. Cuando el avión alzó el vuelo, la familia de M. se dirigía, sin la carta, hacia el fracaso. Ya en Londres, el profesor Craig le recibió. Naturalmente, no conocía al campeón Prudencio. Lo mejor de esta historia, rigurosamente cierta, es que el profesor Craig se apiadó de M. y no sólo lo admitió como alumno sino que le consiguió un enchufe.
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