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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tobogán indonesio

El presidente indonesio, Abdurrahman Wahid, ordenó ayer la detención del hijo más joven del ex dictador Suharto, Tommy, en relación con la bomba que el miércoles mató a 15 personas en la Bolsa de Yakarta, un día antes de que el ex dictador se negara a comparecer por segunda vez ante el tribunal que ha de juzgarle por corrupción. Suharto fue acusado el 31 de agosto no por dirigir durante décadas un régimen exterminador, sino por ladrón, por el uso fraudulento de unos 1.000 millones de pesetas de organizaciones benéficas que controlaba. La capital indonesia ha sufrido en los últimos meses una serie de atentados mortales con explosivos -la oficina del fiscal general, la residencia del embajador filipino, organizaciones religiosas- que la policía relaciona con los seguidores del déspota. Ahora, por primera vez, se implica en el terrorismo a su familia directa. Según Wahid, hay "evidencia abundante" contra el extravagante y multimillonario Tommy. Suharto, de 79 años y en arresto domiciliario, se ha escudado hasta ahora en motivos de salud para negarse a comparecer ante los jueces, lo que ha provocado esta semana serios enfrentamientos en la capital. El arresto de su hijo, pese a haber sido anunciado por la mañana, no se había ejecutado anoche. El clérigo Wahid, hombre de salud precaria y el único presidente indonesio democráticamente elegido, dirige un Gobierno errático y tan débil como cargado de buenas intenciones. Hasta el punto de que ha anunciado ya, sin explicarla, su intención de perdonar a Suharto, caso de que sea condenado.

Indonesia se acerca peligrosamente a un punto crítico. Yakarta, pese a sus proclamas, no ha evitado las matanzas interconfesionales que se suceden en el vasto archipiélago; ni es capaz de cortar la violencia recurrente en la capital ni de impedir el caos en Timor Occidental, donde milicias armadas y entrenadas por el Ejército indonesio, que hace unos días asesinaron a tres funcionarios de la ONU, siguen aterrorizando impunemente a los más de 100.000 refugiados de Timor Oriental.

Si el Gobierno indonesio no enjuicia seriamente a Suharto, su impotencia será vista como la del movimiento reformista que le destronó en mayo de 1998, tras 32 años de despotismo y corrupción. El proceso del general-autócrata y la estabilización del gigante asiático son la prueba suprema de la frágil y joven democracia cuyo timón tan a duras penas empuña Wahid.

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