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Tribuna:
Tribuna
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Una paradoja

Les voy a proponer un trabalenguas que, bien mirado, podría aspirar también a la condición de paradoja. Se trata de lo siguiente: cuanto mayor número de cosas podemos elegir, y mayor el de personas con capacidad para ejercer esa elección, más menguada, más estrecha, la gama real de cosas efectivamente elegibles. O lo que es lo mismo, a más libertad, menos libertad. Dentro de un rato me empinaré sobre la punta de los pies para extraer las conclusiones sociológicas y morales que esta reflexión autoriza. Pero no todavía. De momento, seré prudente. Les hablaré sólo de las fiestas del verano.El verano es un palimpsesto. Debajo de la escritura estival, con su grafía chillona, con sus tonadas precarias e irrepetibles, con sus concursos de misses ligeras de ropa, con sus rayos y sus centellas, existe otra escritura, más antigua que la electricidad y las ciudades: la de los ritos de la recolección, correspondientes al tiempo en que el hombre respiraba con la tierra y, lo mismo que ésta, se dilataba o venía a menos según espigase o no el cereal o se llenara de azúcar el higo en la higuera. Los antropólogos y los historiadores culturales han estudiado con severidad académica las construcciones sucesivas que la civilización levantó sobre esta estructura original. Es posible esbozar los lineamientos generales del proceso comparando el calendario litúrgico con los anteriores a la consolidación de la Iglesia en Europa, y hasta divertirse observando los compromisos y progresivos ajustes entre las celebraciones paganas y las asperjadas con agua bendita. Sea como fuere, se terminó sacando en andas a la Virgen hacia el 15 de agosto, y la grey cristiana, o al menos católica, aprendió a hacer compatibles las novenas en la iglesia con la merienda báquica en el soto junto al río o al borde del mar. Yo he conocido todavía retales de este mundo antiguo en una villa del occidente asturiano, hace de ello muchos años. El día que cuadraba, se iba de procesión. Y a los dos o tres, de jira. Se cruzaba la ría en chalano, se extendía el mantel sobre la hierba, y los adultos trasegaban sidra hasta quedar durmiendo el sueño de los justos bajo los castaños. Una noria de madera, chirriante y elemental, servía de expansión a quienes éramos menudos y no contábamos. Luego los automóviles desplazaron a los chalanos, hubo disputas sobre derechos de paso, el asunto perdió gracia y alguien propuso que se montara el tenderete en la playa del pueblo. La idea prosperó por razones de índole ordenancista y municipal -más espacio, menos peligro de que terminara en el fondo de la ría un entusiasta de la sidra-, pero también porque el tiempo no pasa en vano y apuntaban ya, incipientes, los gustos modernos. La gente, ¡qué diablo!, le había tomado afición a la playa, y era preferible batir la sidra con el bañador puesto y salir luego desalados a trajinar con las olas.

De resultas de estos cambios, y otros sucesivos, la jira mudó de piel, o mejor, de carne. He vuelto este año, y para darles una impresión de lo que experimenté, me veo precisado a evocar esas películas hollywoodienses sobre la Roma imperial y sus pompas prolijas en que Júpiter hace pareja con el buey Apis, y ras con ras, fulgente como una estrella de music-hall, se ve a Juno enroscada a una serpiente que es verde y gigante y echa fuego por la boca. Quiero decir con esto que al rito había sucedido un sincretismo desconcertante. Un grupo de gaiteros desvalidos se abría camino entre la concurrencia, oponiendo a los estallidos megafónicos de La bomba, durante unos segundos raudos e inútiles, su música de viento y madera. Por aquí y por allá, los rapaces correteaban con el rostro constelado por los signos y garabatos que gastan últimamente los hinchas de fútbol. Algunos añadían, al tatuaje futbolero, unos gorros de corte medieval, con cimbalillos en las puntas. Y ello introducía una nota más novelera aún, más cosmopolita, en la celebración campestre. En efecto, los gorros fantásticos revestían casi el carácter de una primicia. Los había divulgado la televisión a comienzos del verano, cuando florecieron como campánulas en las gradas de los estadios mientras se jugaban los campeonatos europeos de Francia.

Nunca había reunido la jira tantos elementos dispares. Nunca, en rigor, había sido tan rica. Sin embargo, a la vez, nunca había sido tan indistinguible de otras congregaciones festivas, o del resto del verano en general, o incluso, del resto de la vida en general. Porque La bomba ha estado sonando de junio a septiembre allí donde se quisiera escucharla, e igualmente, ¡ay!, donde no se ha querido escucharla. Y los niños se tiñen la cara por doquier: en su casa, en la calle, en los McDonald's y hasta en la iglesia si por ventura asisten a una boda o a un bautizo; y el personal se pone cómodo y sale en pantalones cortos lo mismo en el centro de la ciudad que si es cuestión de estirar las piernas a campo traviesa.

La consecuencia final ha sido la implosión de las fiestas. Una fiesta sólo será fiesta si es excepcional. Y para que sea excepcional resulta necesario que el festejante, en sus horas no excepcionales, que por definición han de ser casi todas las que ocupan su vida, se halle trabado por la rutina, o lo que viene a ser lo mismo, se encuentre impedido de escoger lo que más le pete. Pero el aumento de la riqueza, de la movilidad, de la discrecionalidad en el gobierno de cada existencia, ha suprimido la rutina. En comparación de lo que sucedía en un pasado todavía reciente, somos bueyes que pastan en un prado cuya flora prodigiosa comprime, en un instante único, el tributo de todas las estaciones del año. Todo está henchido de todo en todo tiempo. Y la fiesta se ha reducido a ser un eco. Ya no es distinta, y ya no es fiesta.

Ello nos retorna al corazón de la paradoja, y nos permite revisarla con la cabeza más despejada. En realidad, no hay tal paradoja, o hay sólo una paradoja parcial. El hombre, el hombre singular, es mucho más libre que antes. Ni su origen nacional ni su condición social ni el idioma que habla ni el sexo que le ha caído en suerte lo determinan como lo determinaron. Pero miramos luego lo que pasa con los hombres reunidos en sociedad, y no nos encontramos con más cosas, sino con menos. Los horizontes individuales, al dilatarse, han dibujado un espacio único, en que los gustos, las ideas, los instintos, se neutralizan siguiendo la ley de lo que se conoce en óptica como "síntesis sustractiva". La cual consiste en que los pigmentos agregados no suman. Por lo contrario, restan. Después de superponer todos los matices del arco luminoso, lo que se obtiene es el color negro, o un gris o un pardo oscuros. El comercio, la industria, los medios de comunicación, la educación universal e igualadora, todo cuanto coloca en franquía al ciudadano de las sociedades desarrolladas, ha suprimido los peraltes, y con ellos, la amenidad del paisaje que quedaría grabado en la retina de un observador virtual de la naturaleza humana o, para ser más precisos, de su granazón en formas concretas de vida y cultura.

De ello nos brinda una prueba, una entre muchas, el turismo

en su versión presente. Viajar no equivale, meramente, a devorar distancias. Consiste en desplazarse y, al tiempo que nos desplazamos, en percibir clara, tangiblemente, cómo cambia el ambiente. Pues bien, el turismo se ha hecho horizontal. Nos alargamos hasta Oslo, nos trasladamos a Atenas, y persisten las mismas costumbres, la misma indumentaria, incluso los mismos rostros. Yo he estado en Zafra dos veces. La primera, hace de esto ya no sé cuánto, vi a un viejo cenceño y chicharrón batir palmas en una taberna con zócalo de azulejos y un tiesto de hierbabuena sobre el mostrador. Iba coronado por un sombrero cordobés y llevaba un junquillo de caña colgado del brazo. Zafra era el sur. La segunda vez los zafreños habían reconstruido el centro de la ciudad con el escrúpulo que pondría un psicoanalista en reconstruir un episodio escabroso de su niñez, y de algún punto inconcreto llegaban los compases ratoneros del rock de entonces, que era el de la movida madrileña. Zafra seguía siendo el sur, aunque, ahora, únicamente en el mapa. Descubrí que ya no eran posibles los viajes. Cabía empalmar kilómetros, pero no alejarse del punto del que se había partido.

¿Hemos salido ganando o hemos salido perdiendo? Depende de la perspectiva que uno adopte. El esteta ha salido perdiendo. Quien estime que el prójimo también tiene derecho a ocupar un lugar bajo el sol, pensará, por lo contrario, que hemos salido ganando. La variedad cautivadora, y hoy irrepetible, del viaje brotaba de un efecto óptico: cada estación o apeadero a lo largo del camino era una tronera desde la que se podía contemplar un espectáculo fascinante. Sin embargo, en el retazo de paisaje recortado por la tronera, los hombres vivían con la angostura de un pantocrátor románico en su mandorla sacral. Hemos reingresado en la paradoja, sólo que vuelta esta vez del revés. La rica pedrería que iba ensartando en su trayecto el viajero, las cuentas del collar magnífico, habían sido extraídas de un filón cuyos ingredientes eran el aislamiento geográfico, la pobreza y la tradición, fuentes seguras de estilo y buen gusto desde el punto de vista de las bellas artes. Pero lo que resultaba estimulante para las bellas artes reducía radicalmente el diapasón vital de la gente de carne y hueso. El viajero, por cierto, es también de carne y hueso. No obstante, yo, aspirante a viajero, estimo inmodesto registrar como pérdida neta una mudanza que no ha mejorado a todos, aunque sí a casi todos.

No me gustaría dar remate a este artículo sin relatarles otro lance veraniego. Una amiga, periodista de profesión y natural de la villa junto a la ría, aprovechó la coyuntura de agosto para llevar a su hermana pequeña a Eurodisney. De vuelta, pasó un rato por mi casa y me contó lo que le había ocurrido a ella, y sobre todo a su sorprendida hermana, al segundo día de su estancia. Que fue ver en una cafetería a dos hombres, maduros y con porte de ejecutivos, besándose apasionadamente en la boca. Aquí también han desaparecido los peraltes y anfractuosidades que imprimían al paisaje su carácter añejo. Proust escribío Sodoma y Gomorra, un documento mohoso, complejo y aromado de hermosísimos efluvios de desesperación y alcantarilla. Los dos ejecutivos se emocionaron puerilmente con Blancanieves y Bamby y sólo echaron en falta no poder besarse en un bateau-mouche. ¿Quién tendrá corazón para afirmar que no hemos salido ganando?

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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