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Terrorismo, miedo y vida cotidiana

Enrique Echeburúa

El miedo es una reacción emocional que surge ante la percepción de una amenaza. De este modo, una persona puede tener temor a la enfermedad, al dolor, a la soledad no deseada, a la muerte, etcétera. Se trata, en estos casos, de miedos genéricamente compartidos, con una mayor o menor intensidad, por la mayoría de las personas y que responden a la fragilidad constitutiva del ser humano.Hay otros miedos, sin embargo, que emergen de las circunstancias biográficas de una persona o del entorno social en que vive un sector de la población. A este tipo de temores pertenece el miedo inducido por el terrorismo. En la sociedad española actual, como en todos los países desarrollados, la mayoría de la gente muere por enfermedades, accidentes o vejez, y los temores están relacionados con estos fenómenos. No se cuenta, en el momento histórico actual, con la expectativa de morir como resultado de un atentado terrorista o de una agresión provocada deliberadamente por otro ser humano. Precisamente un elemento característico del progreso de la sociedad actual es que la mayor parte de las personas puedan fallecer ya de mayores, después de haber completado un proyecto de vida y de haber dado continuidad a su existencia en la persona de sus hijos. Ésta es, creo yo, la dimensión humana de la inmortalidad.

El terrorismo crea un miedo nuevo: el temor a morir contra natura o, en el mejor de los casos, a malvivir como resultado de una atmósfera asfixiante, que afecta fundamentalmente a personas jóvenes o que están en el punto culminante de su quehacer profesional. Al principio este temor se limitó a sectores muy determinados (militares y policías, políticos del Gobierno, empresarios no claudicantes ante la extorsión económica, etcétera) y se circunscribía geográficamente al País Vasco y, en algunos casos, a Madrid. Pero el ámbito de los atentados se ha ampliado en los últimos años, sin dejar de ser objetivos los sectores anteriores, a profesiones diversas (jueces, profesores, periodistas, políticos no nacionalistas, etcétera) y ya se ha extendido a cualquier punto de España. El terror ha calado hondo y se ha propagado como una mancha de aceite por todos los rincones y grupos sociales. Sólo los políticos y las personas pertenecientes a sectores nacionalistas, excepto que primen en ellas su profesión sobre su ideología (como en el caso del empresario Korta), están a salvo de la brutalidad terrorista.

¿Pero por qué está ETA interesada en extender el pánico al conjunto de la sociedad? Más allá del ataque concreto a una persona (por otra parte, excesivamente amplificado en los medios de comunicación), el terrorismo, que actúa con una percepción de impunidad y que se crece ante el enfrentamiento de los partidos políticos democráticos, busca la intimidación de las personas de ese sector no atacadas (aún) y el desistimiento de la sociedad entera por una mezcla de agotamiento y de crispación. De este modo, se intenta crear una desmoralización colectiva y dar pábulo a las tesis nacionalistas: el terrorismo como expresión de un conflicto histórico no resuelto, la ineficacia de las medidas policiales, la necesidad de soluciones imaginativas, etcétera.

El terrorismo de ETA ha conseguido extender el temor a morir en atentado, a ser objeto de represalias o a vivir en condiciones limitadas a sectores cada vez más amplios de la vida española. Pero importa señalar que el miedo, más allá de ciertas expresiones patéticas (como el habla tartamudeante paralizada por el pánico que intentaba articular recientemente el alcalde de Marquina para justificar una decisión inaudita), se expresa sutilmente, de forma no siempre visible, pero con un perjuicio claro en la calidad de vida de una persona.

El miedo se reviste de formas múltiples en la vida cotidiana. Hay quien opta por abandonar el País Vasco o por alejarse de cargos políticos o representativos que puedan ser comprometidos y ponerle en el disparadero de los terroristas o de sus alevines. En otros casos se adoptan en la conversación conductas evitadoras en relación con los temas políticos de actualidad y no se expresa en público lo que se dice en privado, además de utilizar un lenguaje plagado de eufemismos políticamente correctos: acciones de violencia (en lugar de asesinatos o terrorismo); organización armada (en lugar de grupo terrorista); derechos humanos (en lugar del derecho a la vida); impuesto revolucionario (en lugar de extorsión económica). Surge así una comunicación entrecortada, un espeso silencio, sólo roto con las personas de confianza y en voz baja (por ejemplo, en un bar o lugar público), no sea que vaya a trascender el contenido de lo dicho a personas sospechosas que puedan estar cerca de uno. Ello no obsta para que la tensión acumulada confiera a las discusiones políticas un colorido emocional intenso y puedan adquirir un tono desabrido. No es, por ello, infrecuente que muchas discusiones sirvan para generar fuertes enfrentamientos entre personas de la misma familia o grupos de amigos, que, de esta manera, acaban por distanciarse.

En las personas amenazadas el miedo fuerza a llevar una vida limitada: evitar barrios o lugares tomados por el enemigo (los cascos viejos de las ciudades, por ejemplo); ausentarse de la ciudad por prudencia los fines de semana o los períodos de vacaciones; vivir con escoltas (una compañía impuesta a una soledad íntima); romper con hábitos de vida regulares (salir a trabajar a horas diferentes, cambiar de recorridos, no pasear solo ni por los mismos lugares, mirar los bajos del coche, echar un vistazo a los alrededores de la casa antes de abandonarla). Pero este cambio de vida, sobre todo lo relacionado con los hábitos, supone un gran esfuerzo y un derroche de energías considerable porque las personas somos animales de costumbres que tendemos a automatizar las conductas habituales para desplegar nuestra energía en aquello que realmente nos importa.

La soledad no deseada es el resultado final al que aboca esta situación. A ella se llega, en unos casos, cuando uno rehúye los contactos sociales por prudencia o por no querer comprometer a otras personas con dichos contactos; en otros, por rechazo de los demás a tener relación con personas amenazadas, a las que se evita como apestadas. En último término, la espontaneidad de la relación social con vecinos, compañeros de trabajo, etcétera, queda ensombrecida por la desonfianza.

Pero, además, el temor genera una situación de sobresalto permanente. Una persona que se siente amenazada se mantiene en un nivel de alerta, se sobresalta ante un ruido de origen desconocido, le infunde sospechas ver cerca de su casa a una persona que desconoce, se alarma ante llamadas telefónicas inhabituales, está excesivamente pendiente de los noticiarios, etcétera. Todo ello genera una fatiga crónica y, en último témino, una pérdida del disfrute de la vida.

El sistema de creencias aparece asimismo alterado. Una situación crónica de miedo lleva a la desconfianza de los más próximos (¿cuántas veces se han filtrado datos que han permitido ejecutar un atentado o cometer un secuestro por personas cercanas a la víctima?), a una falta de esperanza en la solución del problema y a una pérdida de ilusión para emprender nuevos proyectos. La intolerancia y la rigidez de pensamiento, junto con la percepción de los adversarios políticos como enemigos, son frecuentemente el resultado de todo ello.

Respecto a las personas no amenazadas, éstas hacen frente a la situación de diversas maneras. En unos casos, con el coraje cívico de enfrentarse a los verdugos -ahí está la labor admirable de las organizaciones pacifistas y de los profesionales ejemplares que no se amilanan ante las posibles amenazas- allí donde se produce una conculcación de los derechos más elementales; en otros -los más-, con una dedicación a la vida privada y laboral, sin mezclarse con las personas amenazadas y sin procurar molestar a los verdugos en el ejercicio de su profesión o en la expresión de sus ideas.

No deja de ser sorprendente el embotamiento de la sensibilidad en amplios sectores de la población a que puede llevar un ambiente social enrarecido por la existencia habitual de amenazas, sólo roto por la vivencia personal de la violencia en uno mismo o en seres queridos (véanse el ejemplo reciente del diputado del PNV Anasagasti en relación con el percance sufrido por su madre en un autobús incendiado o el cambio de ideas del abogado de HB Esnaola a raíz de haber sufrido él mismo un atentado).

Permítaseme descender a algunos ejemplos extraídos de la vida diaria de mi ciudad (San Sebastián). Porque más allá de los análisis políticos abstractos está la realidad cotidiana de las personas concretas. Hay algo profundamente insano en el entramado social cuando uno se acostumbra a ver pasar -pasear es un verbo excesivo en este contexto- por el paseo de La Concha a Fernando Savater -un pensador insobornable- rodeado de dos escoltas; a ver a los hijos pequeños de María San Gil -una concejal valiente del Partido Popular- en el parque vigilados por amigos de la familia porque no es prudente que ella juegue con sus hijos en un parque público; a leer en la prensa local que Antonio Beristáin -un jesuita y criminólogo comprometido con las víctimas- es reconvenido por sus superiores eclesiásticos por criticar las actitudes políticas del obispo Setién y se le exige una especie de censura previa a sus escritos de opinión; o a enterarse de que Míkel Azurmendi -un profesor íntegro de la Universidad del País Vasco- se ve obligado a marcharse por las constantes amenazas de que ha sido objeto. Al mismo tiempo, y en la misma ciudad, uno puede ver pasear a los políticos nacionalistas con sus parejas, o acompañados de sus hijos o amigos, paseando como cualquier ciudadano normal, sin restricciones en sus movimientos.

Éste es un breve muestrario. Todos los ciudadanos pagamos los mismos impuestos; todos no tenemos, sin embargo, los mismos derechos. Que no haya un clamor popular, especialmente procedente de los compañeros de las personas afectadas (profesores no amenazados, políticos nacionalistas, etcétera) ante este hecho y que se considere simplemente como una expresión del conflicto es un muestra, cuando menos, de degradación moral.

El miedo sólo puede ser combatido cuando las víctimas plantan cara a la situación temida y se exponen a ella. Pero ello requiere que las víctimas -no necesariamente héroes- se sientan arropadas socialmente, apoyadas jurídicamente y alentadas por la reacción ejemplar de una sociedad que debe apoyar a los políticos democráticamente elegidos, respaldar a la policía sin ningún tipo de complejos y anteponer inequívocamente el derecho de todos a vivir con libertad y con respeto a la dignidad humana sobre cualquier reivindicación política.

Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco.

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Sobre la firma

Enrique Echeburúa
Es catedrático emérito de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), académico de número de Jakiunde (Academia Vasca de las Ciencias, Artes y Letras) y de la Academia de Psicología de España. Ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Investigación en Ciencias Sociales 2017 por su trayectoria científica e investigadora.

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