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¿Para qué queremos una Acadèmia?

Justo a la vuelta de las vacaciones estivales, cuando parece que se van apagando los ecos de las acostumbradas serpientes de verano (esos incendios tan tradicionales, ese palmito de los/las famosos/as en traje de baño que nos sirven en papel couché), nuestros políticos van y sorprenden a periodistas y público en general con el tam-tam de la A.V.L. ¿La Acadèmia otra vez? No hay duda: estamos a comienzos de septiembre, los críos empiezan el colegio y el verano se ha acabado. Como todos estamos aún bronceados y medio atontados por las muchas horas de exposición al sol de las playas y a los decibelios de la marcha, bueno será reflexionar ahora sobre la Acadèmia, no vaya a ser que haya que tratar el tema más adelante, cuando los ánimos estén crispados y el personal, vigilante. Lo primero que se me ocurre es que en todo este asunto unos y otros están obrando con criterios de aficionado. Porque vamos a ver. Cuando las autoridades deciden hacer un puente o una carretera, la decisión es suya, pero el proyecto se encomienda, inexcusablemente, a un ingeniero. En cambio, en nuestro caso, no parece que se haya consultado a los especialistas en academias, que también los hay, ni que el producto resultante vaya a parecerse a un organismo de este tipo.Porque lo segundo que hay que decir es que una academia no puede ser un remedo de comisión parlamentaria. Si a cada partido le corresponde proponer cierto número de académicos de acuerdo con su representación parlamentaria, es obvio que estas personas dejarán de ser independientes y que en cada momento votarán conforme a los deseos del partido que les hizo académicos. Esta impresión se torna evidencia cuando, además, se nos dice que los académicos cobrarán un estipendio mensual. Pues bien: sepan que en las academias del mundo ni se vota (fuera de la admisión de nuevos miembros) ni se cobra; las decisiones se toman colegiadamente por consenso y las dietas son puramente funcionales, cubren gastos de viaje y poco más porque ser académico es un honor, no un puesto de trabajo. Cuando surgieron las academias de la lengua en el siglo XVIII lo hicieron desde el amor al idioma y con carácter privado, no para solucionar problemas políticos. Como reza el acta fundacional de la R.A.E. (1713): "Habiendo el Excmo. Sr. D. Juan Manuel Fernández Pacheco ideado establecer una Academia en esta villa de Madrid como la hay en la de Paris, que se compusiese de sujetos condecorados y capaces de especular y discernir los errores con que se halla viciado el idioma español". Aunque muchos idiomas se pasan perfectamente sin academias -el inglés y el alemán, por ejemplo-, lo cierto es que en los países latinos nuestra irrefrenable propensión a la burocracia parece haberlas institucionalizado. Pero, por favor, seamos serios. Si la AVL quiere alinearse dignamente con sus homónimas es de esperar que su constitución y su funcionamiento sean similares a los de éstas (todo lo cual nada tiene que ver con los límites de cada idioma: en el dominio del español existen hasta veintidós academias nacionales y no pasa nada).

En cuanto a la constitución, hay que decir que si bien en la R.A.E., por ejemplo, no están todos los que son, básicamente lo que hay son buenos escritores y filólogos acreditados, tal vez no siempre los mejores, pero, en cualquier caso, dignos. Me parece que en el caso de la A.V.L. están sonando nombres que nada tienen que ver con el talento literario ni con la Lingüística y sí un tanto con compromisos adquiridos por unos y otros grupos políticos. En cuanto al funcionamiento, por continuar con el modelo de la R.A.E., ya se sabe que el lema de la institución es "limpia, fija y da esplendor". Sin embargo, estos loables propósitos responden a una situación propia del siglo XVIII, la de lenguas con amplia tradición literaria, pero que carecían de una normativa unitaria y que, además, tan apenas habían entrado en contacto con otros idiomas.

En la Comunidad Valenciana, esta Acadèmia del siglo XXI no puede limpiar, fijar y dar esplendor, sino, ante todo, dar esplendor y luego, si acaso, ocuparse de los otros dos menesteres.

Poco hay que fijar entre nosotros: los escritores valencianos vienen practicando mayoritariamente, desde 1932, unas normas básicas acordadas en Castellón que, por cierto, han seguido con buen criterio todas las administraciones públicas valencianas cualquiera que fuese su color político. Limpiar, lo que se dice limpiar, ya parece más necesario, pero sin pasarse: es verdad que el valenciano acarrea a menudo demasiados solecismos y voces foráneas, mas también es cierto que ésta es la manera de expresarse de la mayoría de sus hablantes, de manera que la purificación sólo puede acometerse con prudencia, so pena de enajenar la adhesión de muchas personas. Con lo cual resulta que, si algún sentido, tiene la creación de la A.V.L., es para dar esplendor al idioma.

Entiéndase empero que no se trata de un adorno retórico ni de una concesión graciosa, a la manera de los juegos florales decimonónicos. Yo siempre he sido partidario de la A.V.L. y me ha parecido que, en este caso, la decisión de los partidos que aprobaron dicho proyecto estuvo bien fundamentada. Pero es que, a mi entender, dicho organismo se enfrentará a una situación delicada que no es la de normativas en disputa, como se suele creer, sino la de la pervivencia del idioma. Es muy común que, cuando se habla del valenciano, todo el mundo se vaya por las ramas y se obstine en soslayar una evidencia palmaria: la de que sólo es la lengua materna de la mitad escasa de la población y, sobre todo, la de que en las grandes ciudades, digan lo que digan los mapas lingüísticos elaborados con criterio historicista por la Generalitat, la vida se hace en castellano. Me parece que la respuesta a esta situación ha sido poco inteligente: en vez de intentar crear mala conciencia en los castellanohablantes como obstáculos de un futuro -e imposible- monolingüismo (para quien habla en el idioma que aprendió en su casa, no hay otra lengua materna, y poco importa si una o dos generaciones antes se cambió de código), más hubiera valido dignificar y dar esplendor al valenciano hasta conseguir que ese millón y medio largo de ciudadanos que lo entienden, pero no lo hablan, se animen a expresarse en él cuando se tercie, a consumir todo tipo de productos culturales en el mismo y, en definitiva, a incorporarlo como uno de sus signos de identidad colectiva. Si la A.V.L. nace para esto, bien venida sea, porque dicho propósito sólo puede surgir de un consenso de los grupos políticos y, lo que es más importante, del conjunto de la sociedad. Si no, si la A.V.L. va a servir para que se reabra el llamado conflicto lingüístico valeniano, sería preferible que siguiese durmiendo en el limbo de los justos, porque el camino del infierno, bien lo sabemos, está empedrado de buenas intenciones.

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