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'Hooligans', italianos, magrebíes IGNASI RIERA

Europa, nuestro entrañable Gran Geriátrico, se defiende con actitudes distintas de quienes percibe como a sus enemigos, reales o potenciales. La España de charanga, Oropesa, Marivent y pandereta, satisfecha por la boda de su tenista niña, la hispano-andorrana Arantxa, se suma a los miedos de la vieja Europa, a la vez inventora de los Derechos Humanos y de la guillotina, cuna de Benito Mussolini y de Francisco de Asís.Una vieja Europa que sufrió en los últimos campeonatos de fútbol -mundial, el uno; europeo, el otro- ante la barbarie desatada por los hooligans británicos, capaces de destrozarlo todo y de exigir concentraciones insólitas de efectivos policiales y de carísimas medidas extra de seguridad. Cuando la vieja Europa supo que la selección inglesa había sido apeada del campeonato, respiró tranquila. ¿Adoptó medidas de futuro? Que yo sepa, no. Y es que los pobres y destructivos hooligans son, incluso tal vez a pesar suyo, ciudadanos europeos. Y eso imprime carácter. Como el sacerdocio.

He vuelto a vivir -un verano más, y van...- las molestias encadenadas que provocan colectivos de jóvenes italianos durante el mes de agosto en Formentera. Su comportamiento de pijos de diseño, que se creen autorizados a machacar todo tipo de convivencia ajena en espacios públicos que privatizan sin pudor -desde caminos y carreteras hasta playas, bares, supermercados, ferrys-, ignorando normas básicas de preserva medioambiental, provocando reacciones airadas incluso entre sus compatriotas ya asentados en la isla. Con sus motorinos, además de los efectos de contaminación acústica, los jóvenes italianos se han convertido, junto a la falta de agua potable, en el más grave de los problemas de Formentera. ¿Adopción de medidas municipales o gubernativas? No. Los súbditos italianos -tal vez fans de la Padania o de Berlusconi- son ciudadanos europeos. Y eso imprime carácter, etcétera.

La palabra magrebí engloba, en el lenguaje popular políticamente correcto, el colectivo de los llamados moros, africanos en general, subsaharianos incluidos. Muchos de ellos han invertido sus ahorros y los del resto de la familia para viajar en cómodas pateras hasta el continente de todos los sueños utópicos, la vieja Europa del milagro permanente. Muchos han sucumbido en el intento. Algunos han podido legalizar su situación. Otros, los sin papeles, malviven -jóvenes aún- en los espacios intersticiales de la vieja Europa, a la que aportan, a bajo coste, la fuerza de trabajo que ésta necesita.

Viven en estado de precariedad, en muchos casos. En el neologismo que define a la pobreza en los documentos europeos: es decir, en la marginación social. Alguien dijo que casi todos los pobres son, por definición, presuntos ilegales. Y desde su ilegalidad o cuasi ilegalidad crónica generan tensiones. Y conflictos sociales. Ciudades insolidarias, como Barcelona, regalan las imágenes de miseria africana a poblaciones del Segrià. Ello permite ofrecer un centro urbano barcelonés más limpio, más turístico, más europeo. Por otra parte, para la opinión pública, ni hooligans destructivos ni jóvenes italianos desbordados -a pesar del pánico y del rechazo coyuntural que provocan- son peligrosos. ¿Por qué? Porque son ricos. Y en el subconsciente de la vieja Europa vive el fantasma y el espectro del potencial revolucionario objetivo de los miserables, de los parias de la tierra.

Que respire, tranquila, la vieja Europa. Los pobres son tan pobres que ni siquiera tienen su gabinete de prensa. Y el Gran Geriátrico necesita mano de obra joven, importada de otros continentes. Mano de obra que no aspire -¡eso, jamás!- a la dignidad reservada a los ciudadanos europeos, los más consagrados y reconsagrados de los ciudadanos del mundo.

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