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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Los sepultureros ORIOL BOHIGAS

La prensa de verano tiene sus atractivos. Uno de ellos es que los políticos y los politólogos no tienen la obligación -y la comodidad- de utilizar simplemente las batallitas cotidianas como argumentos de sus textos. Durante ese paréntesis, o dejan de escribir, o se refieren a temas más generales o más programáticos a menudo olvidados durante los períodos funcionales. Muchas veces en estos artículos estivales -aparentemente más ligeros pero, en realidad, más comprometidos- se entrevén mejor los análisis interpretativos de la realidad, las bases ideológicas y los métodos pragmáticos propuestos por un partido o por un político representativo. Sólo en este ambiente parece posible, por ejemplo, que un conspicuo militar muy cercano a la corte se haya atrevido este verano a recordar la necesidad de un golpe real contra la democracia si ésta llegara a aceptar demasiados principios nacionalistas. Pero también en este ambiente ha sido posible que un político como Carod-Rovira escribiera el artículo programáticamente más radical y furibundo que le conozco: Dotze xàfecs d'estiu publicado en Avui a mediados de agosto, un catálogo clarividente y razonado de algunos graves problemas de Cataluña -malos tratos, somnolenciay desconsideraciones- que no pueden conducir sino a un diluvio definitivo sobre el futuro del país. El pesimismo veraniego de Carod-Rovira alcanza temas muy diversos: la desertización del patrimonio museístico absorbido por los museos de Madrid, el abuso de peajes en las autopistas catalanas, la falta de subvención -del Estado pero también de la Generalitat- para la prolongación de las líneas de metro de Barcelona, la enorme discriminación programática entre Barajas y El Prat, la decadencia de la Fira de Barcelona ya superada por la joven Feria de Madrid, la escasa participación estatal en temas deportivos -incluso en el periodo olímpico, en el que Cataluña recibió 4.000 millones escasos y Madrid 33.000-, las insuficientes aportaciones al Transporte Metropolitano de Barcelona, la inversión estatal en Cataluña que del 87 al 96 fue prácticamente la mitad de la de Madrid, una diferencia similar en investigación y desarrollo, el exilio de la mayor parte de grandes empresas catalanas, el maltrato económico de Cataluña -en inversión per cápita- comparado con el de otras autonomías, las diferencias del promedio de los salarios de Madrid y Barcelona como consecuencia de muchos de los anteriores problemas.

Carod-Rovira se refiere a esos temas como chubascos de verano y, por lo tanto, no los clasifica sistemáticamente: muchos chubascos se pueden interrelacionar con causas comunes más generales -en los gobiernos, en los partidos, en la sociedad civil- y habría que añadir algunos capítulos como la educación y la cultura. Pero todos son lo bastante importantes en sí mismos para predecir, como dice el autor, un diluvio definitivo, que puede culminar una decadencia sistemática.

Al cabo de pocos días de la publicación del artículo, Isabel-Clara Simó escribió en el mismo periódico una fina y acerada columna con el título Independència en la que, después de resumir a Carod-Rovira, se cuestionaba ante la inminencia del diluvio: "¿No sería hora que ens plantegéssim seriosament, racionalment, la necessitat de la independència i que per un cop a la nostra vida vetlléssim pels nostres interessos i no pels aliens?". Es evidente que la radicalidad de la independencia -o la interdependencia aceptada con la libertad requerida por una comunidad real- abriría nuevos escenarios frente a aquellos chubascos y su consecuente diluvio. Pero en la espera de esa posibilidad -cada vez más dudosa- debe haber caminos de reacción para corregir esas tendencias catastróficas y no veo que los responsables políticos del país tengan demasiados éxitos ni indiquen objetivos capaces de aglutinar un sentimiento colectivo. Nadie reacciona, ni los responsables gubernamentales, ni los partidos políticos, ni los intelectuales de la política, ni, en general, la sociedad civil, especialmente la que tiene en sus manos los mejores recursos financieros y productivos. En conjunto, una generación -o un par de generaciones- que asistirán conformadas a la sepultura de unos ideales y de una realidad social.

Los presidentes de la Generalitat y de la Mancomunitat de mayor trascendencia política han sido popularmente adjetivados de acuerdo con el ambiente político que generaron o en el que se vieron envueltos: Prat de la Riba es "El Fundador", Macià "L'Avi", Companys "El Màrtir", Tarradellas "El Restaurador". Cada uno de estos apodos sintetiza el carácter general del periodo respectivo: la institucionalización, la normalidad popular, la crisis de la guerra y la revolución, la recuperación del Estatut. Los políticos representativos de las generaciones que ahora están asistiendo a la decadencia de Cataluña ¿cómo serán adjetivados? Sería triste que tuviésemos que aceptar la imagen de la sepultura del país como resumen simbólico de su actuación o de su pasividad porque, acabe como acabe, hay que reconocer que iniciaron su actividad política a favor de Cataluña con un empuje y un entusiasmo que parecían decisivos, aunque luego las circunstancias los hayan deteriorado. Quizá, antes de reclamar la independencia y para desbrozar el camino, habría que ensayar la presión de una ideología más radical que sustituyese la de los que no han sabido, hasta ahora -desde el Gobierno y desde la ciudadanía- mantener a Cataluña a salvo de los chubascos de verano y se van aclimatando al deslucido papel de sepultureros. Supongo que Carod-Rovira los ha llamado "chubascos de verano" no por su inconsistencia y su posible precariedad, sino porque reconoce que los políticos sólo se acuerdan de ellos en las vacaciones de verano y luego siguen con la práctica política de las alianzas electorales sin tanta radicalidad programática.

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