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La calle de Argensola

Max Aub escribió una de sus grandes novelas sin salir del pequeño gran mundo representado en una calle del centro de Madrid, La calle de Valverde, un abigarrado microcosmos finamente trenzado cuyos hilos se introducen en una trama más amplia, en el retrato de la sociedad madrileña y española de su tiempo.En su última novela, Gente ligera de cascos, Ramón Ayerra se pasea por otra calle, la de Argensola y su entorno, del Barquillo a las Salesas y de Alonso Martínez a Fernando VII. Ayerra callejea morosamente por las aceras y describe a sus transeúntes, se mete detrás de los mostradores de los pequeños comercios, departe con la parroquia en las tabernas, recoge chismes de portería y como un diablo cojuelo de hoy levanta el tejado de hojaldre de las buhardillas, husmea en las alcobas y pega la oreja a las paredes.

A la proteica y maleable materia narrativa que ofrece Madrid le han salido últimamente muy buenas novelas y películas. Entre la nostalgia y la vanguardia, como escenario evocador o decorado futurista, la ciudad vive en la ficción y en la evasión los buenos momentos que no transcurren en la vida real y presente.

El Madrid del Gran Manzano apenas asoma por las páginas de la novela de Ayerra; sus gentes ligeras de cascos procuran no abandonar los confines de su barrio, quizás para no encontrarse con él, y viven encerrados voluntariamente entre las cuatro calles y las cuatro plazas de una zona que, aunque parece intemporal, sufre día a día el acoso del tiempo, de los nuevos tiempos y los nuevos usos.

La novela puede leerse también como una guía de paseantes por esta ciudad miniatura que guarda importantes monumentos y edificios como el Palacio de Justicia o el palacio de Longoria, sede de la Sociedad General de Autores, primorosa tarta modernista y exótica que tiene su importancia en la trama.

Junto a la intriga y la anécdota, entre jugosos diálogos y pícaras peripecias de esa gente ligera, Ayerra traza el mapa real del barrio, en el que aparecen resaltados los pequeños comercios en vías de extinción, almonedas, confiterías y librerías de viejo, tabernas, mercerías, ferreterías, fruterías y lecherías próximas a su jubilación o a su globalización, que viene a ser lo mismo.

La crónica y la ficción se entremezclan sin fisuras, el Galdós menestral y el Valle-Inclán bohemio, el día y la noche conviven en este espacio de papel y tinta cultivado por el desgarro y la ironía.

Ayerra se ha colado hasta la trastienda y ha trepado por las ramas de los árboles genealógicos de los tenderos y taberneros del barrio que un día instauraron sus dinastías comerciales importando parientes y paisanos de sus respectivos pueblos asturianos, gallegos, castellanos o andaluces.

Seguir los pasos del novelista-cronista por la calle de Argensola al compás de la novela y con ayuda de un buen plano, que muy bien podrían incluir con el libro, es un ejercicio plácido y saludable, un itinerario por la infrahistoria de un siglo en la entraña de un viejo barrio burgués venido a menos que un día, hace cien años más o menos, representó la modernidad, la industria y el comercio, las artes y las letras en la urbe.

Seguir las andanzas de sus personajes por el tablero donde se produce el juego narrativo tiene sus compensaciones y sus revelaciones, sus luces y sus sombras. El texto alcanza algunos de sus mejores momentos en la castiza descripción de la desharrapada corte de los milagros instalada en los mortecinos jardines de la Villa de París, frente a la corte de Justicia, asamblea de vagabundos arrinconados a los pies de los pedestales de Fernando VI y de su consorte Bárbara de Braganza, que a dos pasos de aquí construyó su bárbara obra, el templo caprichoso y fastuoso de las Salesas Reales, del que Ayerra se constituye en ilustrado cicerone.

A Ramón Ayerra se le cuela un soplo de greguería ramoniana entre líneas: a la vista de los mendigos que acampan frente al Palacio de Justicia, uno de sus personajes comenta: "Esto parece el patio de recreo de los colegios en los que se crían los jueces".

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