Los 'gorrillas' abstractos
Varios son los asuntos en apariencia irresolubles que los ayuntamientos deben resolver cotidianamente sin esperanza alguna de lograrlo. La saturación del tráfico, por ejemplo, o el relativo a las juergas nocturnas en plena calle. El más humano de ellos, sin embargo, es el que atañe a la eliminación de los gorrillas, los malencarados vigilantes espontáneos de los estacionamientos. La imposibilidad de acabar con esta molesta actividad, pero la ineludible obligación de intentarlo, conduce a los ayuntamientos, sea cual sea su tendencia política, a aprobar ordenanzas peregrinas que, pese al esfuerzo imaginativo y el riesgo de infringir no ya derechos sino leyes físicas o mecánicas, acaban siempre en un estrepitoso fracaso o ridículo.El Ayuntamiento de Huelva, gobernado por el Partido Popular, ha sido el último en proponer un remedio para suprimir de una vez por todas a los gorrillas. La futura ordenanza prohibirá a los aparcachoches señalar a los automovilistas los espacios libres bajo amenaza de multa y, caso de reincidencia, denuncia judicial. Nadie niega que la presencia habitual de los gorrillas frente a las hileras de aparcamientos callejeros, y su impune y casi siempre menuda extorsión, sea irritante e indeseable. Pero lo que ha convertido al gorrilla en un símbolo de la abyección urbana, en un estereotipo de la degradación social y en un problema angustioso para los coductores es su capacidad de resistir todas las estériles medidas adoptadas en su contra por las autoridades, desde las penales a las de reinserción.
Los ayuntamientos han contribuido con sus ineficaces normas a convertir a estas gentes no sólo en un modelo de la vileza sino en un arduo problema jurídico que ni jueces ni jurispertos han acertado a resolver. Esta circunstancia ha fomentado, a la vez, un unánime desprecio social a pesar de que la de aparcachoches no es la categoría más peligrosa ni violenta del hampa.
En su ánimo de zanjar esta cuestión irresoluble los alcaldes más comedidos han creado, empleando criterios higiénicos y morales, la subdivisión de aparcachoches legales. Esta diferenciación se basa no en la calidad de los aspavientos con que dirigen las maniobras sino en una consideración de orden tan intrincada como los problemas teológicos que urdía los Santos Padres de la Iglesia.
En realidad un aparcacoches bueno o legal es una abstracción inventada por los servicios municipales en su afán de acabar con su contrario, el gorrilla simple.
La propuesta del Ayuntamiento de Huelva da un paso más en esa carrera hacia el absurdo y plantea nada menos que la prohibición de indicar a los conductores los aparcamientos libres o, lo que es lo mismo, convertir en obligatorio un cierto grado de parálisis para los aparcacoches que, desde su entrada en vigencia, no podrán mover los brazos, los hombros o la cabeza. Ahora bien, siempre cabe la posibilidad de emplear gestos más discretos para indicar la plaza de estacionamiento -la lengua, por ejemplo, o los ojos, como los revendedores de yesca de la posguerra- lo que convertiría las grandes ciudades en un constante festival de mimo.
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