Vecinos de otros tiempos
Miles de yacimientos jalonan la historia arqueológica de Madrid, excluida de los circuitos turísticos, pero de las más ricas en grandes animales prehistóricos
Las rutas del turismo madrileño apenas hablan de ellos. Pero están ahí. Mejor dicho, estuvieron ahí. Hoy nos queda su memoria. Y sus nombres. Se llamaron Dippy, Azbakeramón, Antonino, Sisquinio, Hipólito y Diego. No se conocieron entre sí, pero en muy diferentes épocas todos se vieron muy vinculados a Madrid. Los dos primeros no nacieron aquí. Dippy vivió hace doscientos millones de años. Pesaba doce toneladas. Su condición natural era la de diplodocus. Un fémur suyo fue hallado en el año de 1899 en mitad del Estado norteamericano de Wyoming. Reconstruido al completo, una copia de Dippy fue regalada a Madrid y desde 1913 permanece en el Museo de Ciencias Naturales, junto a la Escuela Superior de Ingenieros Industriales, en el paseo de la Castellana. Este centro se halla a menos de un kilómetro del Museo Geominero, en la calle de José Abascal, donde se atesora una de las colecciones de animales prehistóricos, de la etapa jurásica, más importantes del mundo.Dicen que Dippy está muy contento aquí porque si hay un área en el mundo donde exista abundancia de congéneres suyos, más de 450 perfectamente catalogados, ésa es la de Madrid. Las cuencas y las riberas de los ríos Manzanares, Jarama y Henares, su rica vegetación y su clima templado, determinaron el surgimiento en sus inmediaciones o en sus zonas de arrastre de parajes extraordinariamente habitables, como los hoy llamados Torrejón de Velasco, Somosaguas, Mirasierra, o la mismísima Pradera de San Isidro. En ellos, mastodontes, rinocerontes, mamuts y elefantes, emparentados con Dippy, vivieron felices hace catorce millones de años. Algunos vestigios suyos impresionan: dientes como puños y colmillos de hasta dos metros de longitud pueden verse en los almacenes visitables del sótano del Museo de San Isidro. Muchos de sus congéneres lucen por los museos paleontológicos del mundo el adjetivo matritensis, por la entereza con la que sus restos fueron aquí hallados.
Azbakeramón fue un faraón de Egipto durante el siglo IV anterior a nuestra era. Mandó construir un templo en la ribera del Nilo, el río sagrado. Desmontado piedra a piedra, fue traído a Madrid en 1970 para ser reedificado sobre la antigua explanada del Cuartel de la Montaña. Enigmático por las noches, luminoso en las mañanas, el templo de Debod puede ser visitado hoy. Eso si, sus muros han sufrido más daños por la contaminación atmosférica durante estos últimos treinta años que a lo largo de los 24 siglos anteriores, en pleno desierto egipciaco.
XXIV, por cierto, era el número dado a la calzada romana Titulcia-Segovia, bautizada con el nombre de Antonino. Cruzaba la sierra de Guadarrama por el puerto de la Fuenfría y proseguía hacia la madrileña de Galapagar. No lejos surca el arroyo Meaques, que dio nombre a la alquería romana denominada Miaccum. Los arqueólogos aún buscan esta granja en las inmediaciones de la Casa de Campo, como si se tratara del precedente romano de Madrid. Otro ramal de la calzada XXIV atravesaba Cenicientos, justo en el límite de las provincias Tarraconense y Lusitania. Allí, Sisquinio, propietario de una rica hacienda, erigió un extraño monumento sobre una piedra de siete metros de altura y unas 20 toneladas de peso. Sobre él estampó varios bajorrelieves dedicados a la diosa Diana para lograr su protección. Una inscripción al dorso de la piedra, que imitaba las garras de los osos, alertaba del comienzo allí mismo de un tupido y peligroso bosque, como era advertencia acostumbrada entre las romanas gentes de bien.
Fueron precisamente gentes romanas de bien quienes en pleno siglo I de nuestra era y en el valle del Henares, junto a Alcalá, decidieron enviar a sus hijos a la escuela de un maestro cartaginés de prestigio, llamado Hipólito. El colegio es hoy visitable. Se encuentra en Complutum, de 90 hectáreas de extensión, el más rico de los 6.000 yacimientos de vestigios romanos en la Comunidad de Madrid.
Seis siglos después, los visigodos situaron en la localidad de El Boalo veinte de sus principales enterramientos. Ya en el centro de la capital, los sótanos de algunas casas de la Cava Baja muestran acristalados restos visitables de la muralla árabe del siglo XI y de la cristiana del siglo siguiente. También exhíbe lienzos amurallados el estacionamiento subterráneo de la plaza de Oriente, bajo la estatua de Felipe IV. Su pintor de corte, Diego Velázquez, fue enterrado en la iglesia de San Juan, en las galerías que hoy cabe ver destripadas en la plaza de Ramales, junto al Palacio Real. Su cadáver corrió peor suerte que los restos de los mastodontes y se extravió en el fragor de la historia madrileña.
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