El sueño del apóstol
El apóstol Pedro subió un día a la azotea de la casa de Simón el curtidor, en Jeffa, y se quedó traspuesto mientras en la calle algunos enfermos esperaban la curación por medio de la fe que el predicaba. Nunca necesitaba dar una cabezada, sin embargo ese día el pescador se quedó frito mirando una sábana tendida y tuvo un sueño profundo que cambió su restrictiva fe alimentaria. En el interior de su cabeza se desplegó un mantel sobre una mesa y empezó a llenarse con los manjares que había oído que componían los banquetes romanos. Ancas de venado, un camellejo asado, bogavantes, cangrejos, lechones, salchichas de carne de cerdo, un cabrito hervido en leche... nada de lo que estaba soñando constituía abominación en su conciencia. Entonces oyó una voz que le gritaba que todo aquello era bueno: "Come, que nada está prohibido. Todo procede de Dios". Cuando despertó comprendió que se trataba de una revelación. Dios le había indicado que podía comer de todo como los gentiles.Aquel sueño, aunque de lejos y en precario, debió parecerse a la mesa de operaciones de la cocina del restaurante Las Rías Gallegas de Valencia, sobre la que Alfredo Alonso y Concha Rodríguez disponen a diario los ingredientes básicos y la calidad óptima para que se pueda alcanzar el cielo sin necesidad de ser crucificado ni pasar por el purgatorio. Rapes, cigalas, nécoras, langostas, bueyes, centollas, bogavantes, meros pescados al anzuelo, rodaballos, merluzas, pulpos, chirlas navajas, ostras, un congrio de 22 kilos y dos quesos san Simón. Esto es una revelación, y no lo que ensoñó el apóstol como consecuencia de la mala leche de sus atormentados jugos gástricos.
Pero para poder llegar a componer este bodegón con el rigor científico evidente, darle textura de sacramento y lograr la fe de los comensales, Alfredo Alonso tuvo que atravesar el desierto desde Cacidrón en Ourense, y llevar el peso de una piedra de afilar a cuestas. En aquel tiempo, los profetas alquilaban huesos de jamón por minutos para sustanciar la ascética en los pucheros, y él, con el instinto de supervivencia al rojo vivo hubo de hacer largos viajes hasta llegar a sí mismo y descubrir que Valencia era la tierra prometida. Trabajó de mozo de los recados, de albañil, de leñador o de afilador, hasta destilar su personalidad en el alambique suizo y rozar la perfección profesional en los salones del Dolder Gran Hotel de Zurich solo entonces estuvo en condiciones de conocer a Concha Rodríguez que había trabajado como cocinera particular en casa de un exigente ricachón de Ourense y de propiciar entre los dos el prodigio que tiene lugar todos los días sobre las mesas de su establecimiento en cuyos platos se pierde enseguida la noción de la madre. Porque acordarse de la madre en un restaurante es muy mal asunto.
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