La vuelta al mundo en 17 años
Como todas las mañanas desde hacía varios días, Santiago González escrutó el cielo durante largo tiempo. A las diez en punto le dijo a su mujer: "Nos vamos hoy porque el viento está bueno". No hablaba de dar un paseo. Pretendía iniciar la vuelta al mundo a bordo del velero que había construido con sus propias manos y sobre el que sus paisanos de Hondarribia (Guipúzcoa) llevaban meses cruzando apuestas: mil duros a que flota, mil a que no flota.Fue el 14 de agosto de 1983. Santiago tenía entonces 35 años y su mujer, Mayi, 33. Sus hijos, Urko y Zigor, contaban 8 y 9. Sólo un puñado de íntimos acudieron a despedirles, con una mezcla de emoción e incredulidad.
El sábado pasado, 17 años después de que se hicieran a la mar, una multitud se concentró en el puerto para recibir a la familia. El tiempo ha tratado bien a Santiago, cuyo cabello y cuya barba se han vuelto blancos, y a Mayi. Los años pesan más en los chavales, que se han convertido en dos hombres de 26 y 25 años con incipientes problemas de alopecia.
Hace 6.242 días (bisiestos incluidos) Santiago era un hombre con un sueño. Había sido maestro, concejal, "chupatintas" en una empresa de laminaciones de Lesaka y hombre rana en Lanzarote. En 1979 volvió al pueblo y fundó un astillero. Fue entonces cuando comenzó a dedicar los fines de semana a construir su barco. "En Canarias había visto a muchos franceses y británicos que vivían navegando. ¿Por qué no podía hacerlo yo?", recuerda. Mayi fue asumiendo la situación poco a poco: "Pensaba que era un sueño y le seguía la corriente. En mi cabeza no entraba semejante aventura. Pero cuando vi que empezaba a comprar material y a trabajar, caí en la cuenta: 'Anda, es verdad".
Santiago se arremangó el 7 de julio de 1979. Construyó las cuadernas con tablones lanzados por el mar sobre las rocas del faro de Higuer. Entre el material de desecho de varias fábricas de los alrededores encontró lo necesario para diseñar los muebles. Mezcló trozos de vías con cemento para fabricar el lastre. Las literas tuvieron su origen en embalajes de maquinaria. Dos pinos que crecían en los aledaños de Peñas de Aya acabaron como mástiles, y dos lonas de camiones, como velas. En cuanto al motor, era un Perkins de un camión accidentado. Bautizó aquel Fran-kenstein con el nombre de Jo ta ke (una expresión que en euskera puede traducirse por dale que te pego).
Los profesores de una ikastola prepararon un programa de estudio y proporcionaron los libros de texto para que los niños trabajaran durante cuatro años. Con una despensa bien provista y 1.000 dólares en la caja pusieron rumbo a Canarias. Esta primera etapa del viaje serviría como prueba para el barco y para ellos. En las Afortunadas decidirían si seguían adelante o viraban 180 grados. Naturalmente, siguieron.
Submarinista fue el primero de los muchos trabajos que habría de desempeñar Santiago a lo largo de los 17 años siguientes. El dinero que consiguió vendiendo pescado en Lanzarote sirvió para comprar varias cajas de whisky que luego revenderían en Brasil con una ganancia del 400%. También fue carpintero en la Guayana, soldador en la base de lanzamiento de satélites de Kourou, diseñador y constructor de barcos en Guatemala, tubero en el Caribe, mecánico de aviones... Con su máquina de coser, Mayi hizo toldos, fundas y velas cuando no preparaba la comida, adoptaba el papel de maestra con los niños o montaba guardia en cubierta.
Tres días después de salir de Tenerife hacia América sufrieron el primer percance serio. Una ola enorme embistió al barco por la popa, que quedó en el aire, mientras el resto de la embarcación apuntaba al fondo. Luego la nave recuperó la horizontal por un momento e invirtió vertiginosamente su posición anterior. Cuando terminó el golpe de mar, la escota de la mayor había reventado, el generador eólico y la antena de radio se hallaban en el fondo del mar, el timón estaba partido en dos y el agua alcanzaba medio metro de altura en la cabina. Tuvieron que cambiar el rumbo y refugiarse en Dakar.
No fue ésta la situación más dramática que les esperaba durante su periplo: fueron atacados por abejas asesinas frente a las costas de Brasil, succionados por arenas movedizas en la Guayana y casi devorados por un cocodrilo cerca de las islas Salomon. Al animal, que días antes se había zampado a un navegante suizo, lo ultimaron de ocho tiros. Con la ayuda de una tribu vecina lo despellejaron (la piel adorna hoy un camarote del barco), lo cocinaron y se lo comieron: "La cola sabe a langosta y las costillas, a pollo", ilustra Santiago.
El cocodrilo es uno más de los platos exóticos que ha degustado esta familia de robinsones. A decir de ellos, las pirañas están muy buenas, "aunque hay que freírlas bien, porque tienen muchas espinas". Tampoco han hecho ascos a las anacondas, a los vampiros, a los intestinos de cabrito o a los armadillos.
Pero ni estos animales ni los tiburones ni los cachalotes fueron los seres más peligrosos con los que la familia topó en su periplo. En 17 años tuvieron ocasión de conocer a gentes de toda condición. Por ejemplo, a Willy, el asesino de la isla de los Hombres Solos (Costa Rica) al que las autoridades, en vista de su facilidad para evadirse (y para evadir a otros), habían concedido una suerte de libertad condicional. El hombre, que les sirvió de guía, dormía con una mini uzzi bajo la almohada. También entablaron amistad con los contrabandistas de armas y cocaína de La Guajira, en Colombia, que ventilaban sus rencillas familiares con fuego de blindados. No todos fueron tan hospitalarios.
En 1989, a la altura de las islas de San Blas, en Panamá, 14 tipos armados con escopetas y machetes intentaron abordar el barco. Santiago le entregó una escopeta a Zigor, que entonces contaba 14 años, y le dijo: "En cuanto uno intente subir, lo matas". ¿Hubiera disparado el muchacho? "Desde luego", responde ahora sorprendido ante la duda. "Si uno solo de los bandidos hubiese alcanzado la cubierta, los habríamos tenido a todos encima".
El 10 de enero de este mismo año, un junco chino intentó abordarlos entre Sumatra y Sri Lanka. Sólo la providencial aparición de una borrasca les permitió dejar atrás a los piratas. "Estaban a tres metros de nosotros", recuerda Santiago. "Conseguimos ganarles nudo a nudo".
Durante su periplo, los de Hondarribia hicieron numerosas paradas. La más larga fue en Guatemala, junto a Puerto Quetzal. Por 100.000 pesetas compraron una isla de cuatro hectáreas en la desembocadura del río María Linda, junto a Iztapa, el lugar del que partió Pizarro para hacer la conquista de Perú. Allí levantaron con sus propias manos una casa de dos pisos.
Durante seis años vivieron en aquel pantanal que Santiago recuerda como el Oeste americano: "Todos llevábamos pistola al cinto. Y cuando se te olvidaba, lo mejor que podías hacer era meterte un pañuelo abultado en el bolsillo y ponerte la camisa por fuera, para que nadie se percatara de que no ibas armado".
El cabeza de familia fundó un astillero y, mientras construía pesqueros para otros, armó su segundo barco: un catamarán que bautizaron con el mismo nombre que el anterior. Los niños iban al colegio y se examinaban en el consulado español. Pero cuando secuestraron a los dos hijos de su vecino decidieron que había llegado la hora de zarpar.
Si la familia ha vuelto a Hondarribia no ha sido por voluntad de Santiago, que pretendía prolongar un año más la aventura. Sólo un ultimátum del resto del grupo le hizo entrar en razón. Han puesto el catamarán a la venta y negocian con varias editoriales el libro que han escrito durante su viaje. Los muchachos intentan adaptarse a tierra firme y buscan un trabajo "y una novia".
Diecisiete años después de su partida, Mayi afirma en la cubierta del Jo ta ke que, a pesar de los malos ratos, repetiría la aventura: "Ha sido muy sacrificado para mí. He sido un ama de casa en el mar durante demasiado tiempo. Necesitaba más libertad. Pero pensaba que si les abandonaba me iba a sentir muy mal". Urko y Zigor no son tan condescendientes: "Pasar la adolescencia en esas condiciones es muy duro", dice el primero. "Con una vez he tenido suficiente", zanja Zigor.
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