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Tribuna:Un relato de Juan Villoro
Tribuna
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Entre amigos (1)

Juan Villoro

El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea alguien pensaba que vivo en una hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono o que dudo mucho en tomar el auricular. Lo segundo, por desgracia, resultó cierto.Era Samuel Kramer. Había vuelto a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior, Kramer viajaba a cuenta del New Yorker. Ahora escribía para Point Blank, una de esas publicaciones donde los anunciantes perfuman sus anuncios. Tardó dos minutos en explicarme que esto significa una mejoría.

-México es un país mágico, pero confuso; necesito tu ayuda para saber qué es horrible y qué es buñuelesco -Kramer pronunció la eñe en forma lujosa, como si chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares. Entonces le conté por qué estaba ofendido.

Dos años antes, Samuel Kramer había llegado a hacer el enésimo reportaje sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales duros y me pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y explicarle cosas que juzgaba míticas. Había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los mexicanos; sabía más que yo del Partido Comunista, el atentado contra Trotsky y el tenue romance entre Frida y el profeta en el exilio. Con voz didáctica, me reveló la importancia de "la herida como noción transexual"; la pintora paralítica era sexy de un modo "muy posmoderno". En forma lógica, Madonna la admiraba sin entenderla. Kramer había investigado con minucia en los archivos; ahora necesitaba un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida. En los días que compartimos, México le pareció un espanto sin folclor. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología ni que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que, a su juicio, convertía a F. K. en un sugerente icono bisexual. De poco sirvió que la ciudad contribuyera a la crónica con un desastre ambiental; el Popocatépetl recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida en Coyoacán bajo una lluvia de cenizas. Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la perdida "región más transparente del aire". Admito que atiborré a Kramer de lugares comunes y cursilerías. Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.

México lo decepcionó como si recorriera un centro ceremonial cubierto de basura y anuncios de neón. Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar con él. Debí renuciar en ese momento; no podía seguir junto a un racista. Eri Morand es un negro de Senegal; vino a México como becario cuando el presidente Luis Echeverría decidió que nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. "No necesito a este informante", Kramer me vio como si yo traficara con etnias equivocadas.

Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de dinero. Aceptó y tuve que buscar adjetivos para sacar a flote el México profundo. También le presenté a Gonzalo Erdiozabal. Aquí, Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los años cuarenta. En Austria, se hizo reverenciar como Xochipili, presunto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma. Obtuvo fondos de ONG y la irrestricta devoción de un movedizo harén de rubias. Obviamente, hubiera sido una desgracia que le entregaran el penacho. Disfrutó la beca Moctezuma hasta que lo venció la nostalgia ("extraño el aire oloroso a gasolina y chicharrón", me dijo en una carta). Durante la primera visita de Kramer, Gonzalo montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con vitíligo que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en la pulpa.

Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Kramer encontró un ambiente típico para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes. Gonzalo y yo le permitimos investigar todo en una semana. Al día siguiente, quiso seguir ahorrando; consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara, detuvo un Volkswagen color perico y el taxista lo llevó a un callejón donde le colocó un picahielo en la yugular. Kramer sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión. Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl volvió a hacer erupción y sus cenizas entraron en las turbinas de los aviones.

Kramer pasó un último día en el hotel del aeropuerto, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me dijo que fuera a verlo. Temí que me pidiera que le regresara el dinero, pero sobre todo, temí ofrecérselo yo. Compadecí a Kramer a la distancia hasta que me mandó su reportaje. El título, de una vulgaridad dermatológica, era lo de menos: Erupciones: Frida y el volcán. El autor me describía como "uno de los locales" y transcribía, sin comillas ni escrúpulos, todo lo que yo había dicho. Su artículo era un despojo de mis ideas; su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al leerlo supe que las tenía). La crónica terminaba con una frase que dije sobre la salsa verde y el adolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido un artículo a mí. Pero la revista necesitaba la laureada firma de Samuel Kramer. Además, no escribo artículos.

El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad. ¿Cómo se atrevía a llamarme?

-Perdón por no mencionarte -dijo Kramer al otro lado de la línea, con voz educada. Hice una pausa, como si pensara en algo importante.

Vi por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme esfera de cemento. Abrió los brazos, como si conquistara la cima de una montaña. Desvié la vista a mi escritorio; la computadora, tapizada de papelitos en los que anoto ideas, parecía un doméstico dios Xipe-Totec, Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el sincretismo había creado un monumento al tema.

Mientras Kramer trataba de congraciarse conmigo ("los correctores aniquilaron adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla"), recordé el mensaje que Katy Suárez había dejado en mi contestadora: "¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú me salvabas. Acuérdate que necesitamos la sinopsis para el viernes. Gracias por salvarme. Un besito".

Oír a Katy es una maravillosa destrucción. Me encantan esas propuestas que me convienen tan poco. Por ella he escrito guiones sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Me ha visto en graves borracheras y mi prosa no siempre ha estado a la altura del aceite de cártamo que debemos promover en los documentales; tiene todos los datos para considerarme un intoxicado con tendencia a arrojar cosas inconvenientes a la cabeza de los productores, y sin embargo, me habla como si acabáramos de ganar un oscar. Ahora trabajaba en un proyecto sobre el sincretismo: "Los mexicanos somos puro collage", me dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero dicha por ella, la frase tiene su chiste. Había desconectado la contestadora para no oír a Katy. Pero el teléfono sonó veinte veces fatales y quise saber qué sociópata me buscaba. Kramer continuaba en la línea; había agotado sus fórmulas de cortesía y aguardaba una respuesta. Revisé mi cartera: dos billetes de 200, con rastros de cocaína (demasiado poca). Iba a aceptar los mil dólares cuando el enviado de Point Blank reanudó la conversación, en un tono confesional. Sus repetidas negativas de volver a México le habían creado una leyenda infausta. Un irlandés antisemita corrió el rumor de que el reportero había hecho algo turbio en su visita anterior. ¿Tenía miedo a sus contactos con la DEA, a sus corruptos informantes, a una india lúbrica y abandonada?

-Fitzgerald dijo que no hay segundos actos en la vida americana -añadió con melancolía.

Insistí en que estaba muy molesto. Yo no era "uno de los locales". Si quería referirse a mí, tenía que poner mi nombre. Fui tajante. Luego le pedí 2.000 dólares.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pensé que Kramer hacía sumas, pero ya estaba en el tema de su artículo:

-¿Qué tan violenta es la Ciudad de México?

Recordé algo que Burroughs le escribió a Kerouac o a Ginsberg o algún otro megadicto:

-No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.

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