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Tribuna:Un relato de Manuel Rivas
Tribuna
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La mano de los paíños (4)

Manuel Rivas

El señor Appleton, el jefe de cirugía, tuvo el detalle de encabezar la primera visita médica. Antes que nada, levantó las vendas y echó un vistazo a la mano. Hizo un gesto de aprobación. Tenía mucha reputación como microcirujano.Un buen trabajo, dijo. Créame, no era fácil salvar esa mano.

Le di las gracias. Mi voz todavía era un hilo seco y mal enhebrado.

Él era un hombre de pocas palabras, cosidas con precisión. Y me gustó, y sorprendió, lo que dijo en recuerdo de Castro. Que era un gran caballero. Yo nunca lo había observado desde esa perspectiva, aunque era verdad que el pelo blanco le daba mucho porte. Quizás el esfuerzo por salvar la mano era para ellos un homenaje a Castro.

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A propósito de la mano, pensaba que Arturo Regueiro, cuando me vino a ver, sería más explícito. Estuvo simpático, eso sí. Al verme embalsamado, exclamó: ... Y Johnny cogió su fusil. Le sacaba mucha punta a los títulos de películas. Había sido acomodador en el cine Hércules y, cuando emigró, empezó a trabajar en el ambigú del cine Curzon Mayfair. Decía: Yo, siempre en el Séptimo Arte. Así que Regueiro tenía que estar al tanto de todo, pero se limitó a decirme: Te han puesto un juego de tornillos de primera calidad, incluido el que te faltaba.

Y lo de la mano, ¿qué te parece?

La mano, como nueva.

La mano del amigo, dije yo, buscando complicidad.

Me miró con algo de extrañeza. Luego sonrió: Claro, claro.

Regueiro me explicó que no habían enterrado a Castro, siguiendo su voluntad. Habían hablado con la madre y estuvo de acuerdo en incinerarlo. Bien hecho, dije. El mar era lo que él quería.

Eso te tengo comentar, dijo Regueiro. La madre no se vale por sí sola. No es cosa de mandar las cenizas en un paquete. Y hemos pensado en ti. Hemos hablado los amigos, y todos de acuerdo. Cuando te pongas bien, te llevas a Castro.

Asentí. Sabía que era un detalle por su parte.

Los de aquella convalecencia fueron días muy importantes en mi vida. Entre la mano y la cabeza empezó a establecerse una complicidad. La mano me hizo pensar en mi forma de ser. Eres como una sardina metida en lata, me había dicho Castro. Tienes que abrirte al mundo. Y en eso estaba. Los paíños subían brazo arriba, por los nervios, y aleteaban en la cabeza. Las enfermeras, que me tenían por arisco, se sorprendieron con mi nuevo humor. De joven, yo era muy bailarín. También eso me lo hizo recordar la mano.

Un día apareció un nuevo doctor, a quien no conocía por el nombre, y me comentó que iba a ser necesaria una segunda operación. El reimplante había sido un éxito, dijo, pero luego me habló, de una forma bastante confusa, de complicaciones derivadas de lo que llamó la fractura del boxeador y de la ligazón de los tendones en la tierra de nadie de la mano. Parecían títulos de película para Regueiro.

Que el señor se levante un poco, con cuidado, le dijo a la enfermera. Es hora de que le eche un vistazo a la mano. Al fin y al cabo, es una obra de arte.

Sobre eso yo no tenía ninguna duda. La mano de mi amigo era una obra de arte. En movimiento, la mejor obra que se podría contemplar. Vi cómo el doctor retiraba los vendajes con mucha delicadeza, deleitándose con ese momento en que me iba a mostrar un nuevo paisaje.

¿Qué? ¿Qué le parece?

¿Y los paíños?, pregunté angustiado. ¿Dónde están los paíños?

¿Qué paíños?

¿Qué paíños van a ser? Los pájaros de la mano.

El médico y la enfermera, desconcertados, buscaron entre las vendas con la mirada algo que no sabían lo que era.

Tranquilícese, dijo el médico al fin. Ésta es su mano y no ninguna otra.

Él no pudo entender que eso era precisamente lo que me dolía.

Pero no aparecieron los paíños. Las heridas fueron cicatrizando y los huesos soldándose. La pierna barruntaba cuando iba a llover, como si me colocaran un barómetro dentro, pero nada más. Me desprendí pronto de las muletas y del collarín. Pero estaba cansado de que me hiciesen pruebas en la cabeza, encefalogramas, resonancias y todo eso, y de aquella insistencia en que acudiera periódicamente al psiquiatra.

Razono mejor que antes. E incluso me mejoró el idioma.

El médico se rió: No es por eso.

Yo bien sabía por lo que era. Era por la maldita mano. No entendían por qué no se movía, por qué no sentía, si todo estaba perfecto, si había revasculado desde el primer momento. Estaba viva. Pero viva como una lapa.

Me había cabreado con el psiquiatra.

¿Por qué la oculta?, me dijo haciendo un gesto hacia la mano.

¿Ocultar qué? ¿Quiere que vaya saludando todo el día como la reina?

Eso de ser camillero te da una cierta confianza con el personal facultativo. Me dejaron tranquilo.

Yo podía utilizar la mano como quien usa un paipai. A veces, por la noche, sentado a solas en la mesa de la cocina, la cerraba en puño con la otra mano y luego veía cómo se iba abriendo, con la lentitud de una planta. Cuando le acercaba el fuego del mechero, no se movía, pero parecía que me miraba con unos ojos ciegos, de murciélago.

Un día me llamó Regueiro y me dijo que ya era hora de llevar a Castro de retorno a Galicia. Le dije que sí, que ya era hora. Había aplazado todo lo posible aquel momento. Había callado sobre el asunto. Tenía las llaves de la vivienda, pero no quería verme delante de aquella puerta roja que tanto me recordaba a las de los barcos. Ni siquiera había vuelto al Old Crow.

Parecíamos dos ladrones la noche en que fuimos a buscar el cenicero con los restos de Castro. Lo habían colocado sobre la cómoda de la habitación, al lado de una foto enmarcada de la madre. Lucía como un florero sin flores.

¿Qué te parece?, preguntó Regueiro. No es de los más caros, pero tampoco de los más baratos.

No me sentía muy bien. No quería tocarlo. Palidecí.

Trae la bolsa, dijo Regueiro. Ya lo guardo yo.

Aquella bolsa deportiva vino conmigo en el avión. La llevaba abrazada, en el regazo, y me acordé de Rosalía y su bolsa con nueces. La azafata me había llamado la atención, pero enmudeció cuando le dije, en voz muy baja, que era mi amigo. Las cenizas de mi amigo.

Mil veces había repetido Castro que ya no había casa con higuera. Pero aun así, al bajar del taxi en Visma, busqué la silueta de una higuera entre los grandes edificios que ocupaban el lugar de la antigua aldea marinera. La madre de Castro abrió nada más sonar el timbre, como si esperase pegada a la puerta. Yo no sabía muy bien lo que hacer, pero ella miró hacia la bolsa de deportes y preguntó: ¿Está ahí?

Asentí. Pasa y siéntate, dijo ella, que voy a arreglarme un poco. La voz era enérgica. Contrastaba con su manera de andar lenta, casi arrastrada. Dijo desde la puerta de la habitación: Hagamos pronto lo que haya que hacer, que a mí no me llega el día para nada.

Tenía razón. Fuimos por un sendero del litoral, buscando un lugar apartado de los nuevos edificios, por los roquedos marinos de Visma. El viento nos rondaba, enfurecido. Extrañamente, Chelo, la madre de Castro, parecía aligerada en la tormenta. Señaló el monte de San Pedro. Y dijo una frase que me resultó enigmática: Desde allí, el niño tiró el bollo de pan. Por fin nos decidimos por una roca accesible que aproaba como una barca en el mar. Aun así, resbalé y me hice sangre en la mano tonta. ¿Duele?, preguntó la señora. Miré la mano y la mano me devolvió una mirada enrojecida. No, nada.

Fue con esa mano, mientras con la otra sujetaba el cenicero, con la que intenté arrojar al mar las cenizas del amigo. Pero el viento las devolvía y se prendían a las hebras de la ropa como pavesas. Murmuré: Tranquilo, Castro.

Aparta, dijo de repente la madre.

No sé de donde sacó la fuerza. Alzó el cenicero y lo tiró entero a la boca del mar. Se santiguó.

Yo lo prefería en tierra, dijo con una voz que acariciaba con una cierta rudeza. Pero éste tampoco es mal sitio.

Continuará

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es autor de ¿Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El lápiz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra está escrita originalmente en gallego.

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