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Teoría de la ocultación

El Liceo va a modificar un tercio de su aforo para mejorar la visibilidad. Bueno, la noche de la inauguración yo hubiera agradecido que pusieran biombos entre butaca y butaca para evitarme ver a quienes tenía sentados a mi izquierda. Y es que cada vez me siento más inclinada a la ocultación que a la transparencia, no sé si me entienden; a la sofocación más que a la aclaración.

Por instancia, me hallaba recitando el To be or not to be, pasillo de casa arriba y abajo, aprovechando que me he comprado el primero de una colección de fascículos sobre dinosaurios muy apañada, que te regala sus huesos de uno en uno para que te hagas la ilusión de que les has sobrevivido y puedas montarte su esqueleto pieza a pieza, vértebra a vértebra, semana a semana, desesperadamente. Con el primer número va la cabeza del Tiranosurius rex, y como no había tenido nunca antes un cráneo en la mano, así a bote pronto, lo primero que se me ocurrió fue soltarle el monólogo de Hamlet; no iba a leerle el porvenir. Y entonces ocurrió lo irreparable, que no es que me entregara a las drogas y el hedonismo, como desaconseja el Papa, sino que en el piso de abajo empezaron obras totales y se me descoyuntó el cráneo. Menos mal que iba por el primer fascículo y no tenía al bueno de Rex completado, de lo contrario me habría quedado sin contemporáneo. En fin, que decidí contraatacar, y, miren por donde, volví a los Rolling Stones, a tanto volumen que ya he recibido una postal de Creta pidiéndome que disminuya los decibelios.

Es decir, oculté un ruido enorme y molesto con otro superior, y a eso es a lo que me dedico últimamente. También se puede camuflar una emoción espeluznante sobreponiéndole otra aún más terrorífica. Eso me pasó a mí la vez que, en un barrio conflictivo de Nueva York, me metí en un cine a ver una de violencia: no sufrí en absoluto por la película, porque estaba demasiado ocupada tratando de salvar el pescuezo en platea.

No todo el mundo triunfa como yo utilizando lo que me permito llamar teoría de la ocultación. Por ejemplo, el despliegue de ikurriñas que los terroristas realizaron en Markina y Hernani no eclipsó ni por un momento mi idea de que no son patriotas, sino nazis, y en su desfile, los alegres colores de una bandera que quedaría de lo más resultona como delantal de cocina o mantelillo individual, no taparon en absoluto la evidencia de lo real: decenas de estandartes color fascista oscuro con la serpiente enroscada en el hacha, que es lo que les corresponde, y eso, haciéndoles un feo espantoso a las serpientes y a las hachas, que son de mejor natural que quienes las utilizan como símbolos. Del mismo modo, la versión desaseada y como rasta, en cutre, del aurresku no podía disimular la verdadera música que allí se bailaba: la del Viva la muerte.

En cambio, hay gente que se lo monta de miedo con la cortina de humo. Ahí tienen al Estado israelí. Han tenido que caer montones de ojos por ojos y de dientes por dientes para que nos percatemos de que los jehovases no nos dejaban ver el páramo, y que se trata de un país tan excepcionalmente democrático que, en más de medio siglo de existencia, no se ha dotado de una Constitución. Entretanto, a dar lecciones.

Con todo, el premio a la mejor ocultación en lo que va de siglo se lo daría a Meg Ryan, que, según le ha dicho a su marido, se ha pasado más de un mes fogliando con otro por error. Fíjate tú. O sea, que después de estar casada nueve años y dale que te pego con Dennis Quaid, el hombre con los abdominales más planos (y, posiblemente, el cerebro, pero ¿a quién le importa?) del cine mundial, se liga a Russell Crowe, que posee el par de sobacos más sexy (y, posiblemente, más brutales: le ponen nueces bajo el brazo, en vez de periódicos, para que las casque y no se corra la tinta, pero ¿a quién le importa?) que hoy en día podemos admirar en pantalla. Un mes, hijas mías, un mes con Russell Crowe. Qué error, qué Inmenso Error. Quaid ha dicho que traga y ha suspendido los planes de divorcio, y la astuta Meg practica de nuevo el surf sobre su abdomen. Si eso no es dominar el arte de la sofocación y, de paso, el de la selección del especimen, me como el ordenador con protector de pantalla inclusive. Que es, no trato de ocultarlo, lo único que a estas bajuras puedo comerme, por mucho que me lo oculte. Russell Crowe

Posee el par de sobacos más 'sexy' que hoy día podemos admirar en pantalla

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