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Chupinazo (revisited)

El chupinazo volvió a ser lo de siempre: un despliegue de verbenero furor en la Plaza Nueva, la harina, los alcoholes más infernales, el sudor de los dos sexos, todo amancomunado en una fiebre de juventud, que sabe aguantarlo todo, y está bien que así sea.Uno teme por la integridad de algunos de esos yanquis octogenarios que visitan Bilbao últimamente y que, acaso engañados por los folletos turísticos, se han acercado a la Plaza Nueva para asistir en persona al egregio evento del chupinazo inaugural. Quizás esperaban presenciar un espectáculo folclórico, pleno de colorido y buen gusto, algo parecido a lo que vieron el año pasado en una isla griega o en un poblado maorí del Pacífico. Pero no: aquí, entre nosotros, las fiestas populares de colorido y buen gusto son una mariconada, un montaje de cartón piedra para extranjeros (por muy bien que se lo monten en aquella isla griega, los muy cucos) y nosotros no organizamos nuestra fiesta para honrar a los foráneos, sino para nuestro propio solaz y esparcimiento. Hago votos, en consecuencia, para que ningún octogenario de Manhattan haya caído al duro suelo de la Plaza Nueva, víctima de una vomitona especialmente resbaladiza, y padecido su tercera rotura de cadera.

El chupinazo es como una pedorreta (pirotécnica), y los olores que se mezclan durante la ceremonia no habrán sido, sin duda, menos fervorosos. Por su parte, el pregón de Loli Astoreka, en impecable vizcaíno de Bernagoitia, nos privó de infaustos recuerdos de otros años: el tenebroso vizcaíno de José María Arrate. La pregonera tuvo valor incluso de recitar (oh, maravilla) alguna copla en castellano y fue evidente que, a pesar de numerosos silbidos, las viejas y sabias piedras de la Plaza Nueva pudieron soportar el embate con entera dignidad. Aunque de forma modesta, se ha confirmado que, aún después de pronunciar en público un par de frases en castellano, la vida sigue siendo posible.

El que escribe se preguntaba por las distintas dimensiones que la juerga adopta según el país de que se trate: la tele traía noticia fidedigna de tiernas mancebas vascas, enharinadas, sudorosas, sobre las que chorreaba el champán o el kalimotxo (Habría que ver en qué crema hidratante da a parar la confusión de tantos y tan extraños jugos) y no podía evitar cierta comparación con la intensa sensualidad carnavalera de Brasil o, sin ir tan lejos, de las Islas Canarias. Seguimos siendo los vascos (y las vascas) ciertamente pudorosos, y la fiesta no es ocasión de lucimiento, ni de movimientos sugerentes, ni de invitaciones a la movida sexual. Entre nosotros se trata de algo deportivo, arrabalero, donde hombres y mujeres (chicos y chicas, a decir verdad) se unen en una sola masa de harina asexuada.

Como parece que lo llevamos en la sangre, no queda otro remedio que apechugar con ello: hundirse en la gresca y extender la harina con furor. La juventud lo aguanta todo, como bien sabemos los que ya vivimos desterrados de la edad.

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