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Tribuna:Un relato de Pedro Jeús Fernández
Tribuna
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El tacto de la polilla (y 6)

De nuevo en tu territorio y todavía confuso, pensando en que por más que te sujetara México, por más que intentaras comprender, hiciste bien anticipando el regreso. Hasta la vuelta de Chiapas te dominó el talante permisivo. El gusano que te corroía era la tentación de dejarte arrastrar por los acontecimientos y terminar dando la razón al espejismo. Ahora no hay riesgo. Ya estás en casa. Recuerda tu expresión de alivio al encontrar a Marta en la salida del aeropuerto, acuérdate de la naturalidad con la que arrinconaste a Sara, el arrebato que te hizo recobrar los mejores latidos de tu sangre. O aquella noche de Taxco, impregnada de esencias de alcohol y café, cuando, por una vez, te habías sentido cerca del nombre proscrito de tu padre. Nunca hubo un náufrago que se aferrara con más satisfacción a tierra firme. Ahora sonríes abiertamente si te viene a la memoria aquel pueblecito de Chiapas, cerca de la frontera de Guatemala, pero entonces te sentiste abrumado y decidiste que era la gota que colmaba el vaso: habías permitido que te coaccionaran a visitar a la persona de quien menos deseabas saber, que te convirtieran en mirón del apareo del poder, que expusieras tu lealtad en una aventura cuyo único sostén fue la magia, que acabaras aceptando a quien tanto te debía y, por último, pretendían que sustituyeras tus principios por la mercadotecnia del engaño.¿Recuerdas? Fue dos días más tarde de que barruntaras los motivos del comportamiento de Bernardo. Por la mañana, él había entrado en tu dormitorio para anunciarte que os ibais de viaje. Seis horas más tarde descendíais sobre el pequeño aeródromo de Tuxtla Gutiérrez con sus aviones panzudos para el transporte de tropas, anunciando la llegada a una región en la que el resentimiento de la pobreza había fructificado en hechos. Cerca de San Cristóbal de las Casas se desencadenó una lluvia pertinaz, inmensa, y se perdieron los puntos cardinales. Desde tu ventana, en la selva, todo se había convertido en la misma masa verde, la misma furia verde: las lluvias percutiendo en la carretera reverdecida, las hamacas chorreando verdín, la tierra disuelta por el agua verdeazulada, las piedras en las que descansaba el musgo verdoso, y la fronda toda: troncos, árboles y ramas, agrupados como bandadas de pájaros verdes. Os acostasteis pronto. Por la mañana el paisaje era otro. No imaginabas ese cambio. Es verdad, había que estar ciego para no ver a San Cristóbal de las Casas esparciendo su violento escozor en cada esquina, en ese otro verde de los uniformes de los soldados, reflejándose en la mirada alerta de cada indígena. Pero también había que estarlo si no se discernía que, más allá de su presencia, el sol iluminaba la ciudad, rompiendo sus uñas contra los adoquines de las calles, estallando contra las piedras blancas, cociendo sobre sus cenizas casas multicolores, patios coloniales y plazas recoletas, en las que palpitaba la vida.

Bernardo no estaba interesado en tus disquisiciones y volvisteis al automóvil para dirigiros a San Juan Chamula. Al llegar, el aire húmedo había dado al pueblo una pátina aceitosa que le confería cierto misterio; no obstante, después de tu paso por San Cristóbal, te sentías preparado para cualquier sorpresa.

Te equivocabas. No lo estabas.

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Fue todo rápido: Aquí no cuentan las leyes federales -avisó tu padre-. Este pueblo tiene su propia policía y se administra según sus costumbres. Mientras te apeabas, un saludo: apenas una niña morena, sucia, descalza, bien peinada, que, a diferencia del resto de los mexicanos, te tuteaba: ¿Cuál es tu nombre? Viste guardar silencio a Bernardo y callaste tú también. Yo, Rosario, aclaró la niña. Debía tener como máximo seis años y caminaba ligera, con los ojos prendidos en tus movimientos: Jaime, respondiste al fin. Buenas tardes, Jaime, toma un regalo, dijo mostrándote una pulserita de tela de tonos azulados. Gracias, no. Es un regalo. Se lo damos a todos los que vienen. No, no, insististe, pendiente de Bernardo, que se encaminaba hasta el atrio de la iglesia. Por favor, no lo desprecies, suplicó la niña. Y, claro, te volviste para aceptar la pulsera. Lo ha conseguido en el último momento -apostilló Bernardo-. En esta zona ya no pueden comerciar.

Le miraste sin entender. En realidad, era imposible que estuvieras preparado para lo que ibas a contemplar. Ya sé, no se trataba de una iglesia extraordinaria, su portada o sus dimensiones eran iguales a las de otros tantos templos; la sorpresa residía en la ausencia de bancos, la falta de pavimento, los tres o cuatro indígenas que dormían tranquilamente su borrachera o las dos enormes campanas de bronce asentadas sobre el piso. La verdadera sorpresa provenía de un ambiente denso, hecho de humo, originado por los cientos, por los miles ¡vaya usted a saber! de velas rojas, verdes, amarillas, blancas, apoyadas sobre el suelo, que a su vez estaba alfombrado con hojas de pino: Cada una sirve para un deseo: amor, fortuna, enfermedad -oíste decir a tu padre-. Pero ya no le escuchabas. Tu asombro se te estaba multiplicando al contemplar que sobre ambos muros estaban alineadas decenas de urnas de madera que albergaban esculturas policromadas. Cada cuatro o cinco, había un indígena de pie, con una botella de refresco en la mano, bebiendo y orando. Te acercaste a una de las imágenes. Se llamaba San Antonio de los Remedios, su nombre estaba escrito con caligrafía torpe; ojeaste la siguiente urna, era San Esteban del Divino Rostro: Los ves gorditos -aclaró Bernardo-, porque cada año, el día de su festividad, les colocan otro vestido encima del que llevan, sobre todo si cumplen los favores que les han solicitado. ¿Y si no responden? Si no cumplen durante un año, como primera medida, voltean la caja contra la pared. Si continúan sin atender las peticiones, les colocan cabeza abajo e incluso... Te miró a los ojos: Si alguno está suficientemente enojado por su falta de respuesta, puede terminar cortándole el cuello a machetazos. ¿Bromeas? No. Esto es más serio de lo que supones. No estamos sólo en una iglesia, también es un centro ceremonial. Aquí rigen sus creencias. Fíjate -dijo, señalando a ambos lados- en la forma en que están jerarquizados, los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha.

Luego preguntó si habías advertido lo que bebían: ¿No imaginarás que se trata de la marca de la botella? Mira el color. Es un aguardiente fermentado de maíz al que llaman posh. Apenas le oíste, estabas de nuevo inmerso de aquel laberinto de cera y humo que te arrastraba hasta el retablo barroco del antiguo altar mayor. Con la vista puesta en unos marcos todavía más dorados por las telas ennegrecidas, comprendiste lo que nunca habías imaginado desde tu tierra también mestiza: la capacidad del sincretismo para alcanzar formas de expresión insospechables.

Al salir os aguardaba Rosario, paciente, seria: ¿Te ha gustado? ¡El regalo! Te regalé una pulsera antes de que entraras a la iglesia. Claro, claro -balbuceaste con una estúpida sonrisa-. ¿Y no me vas a comprar un cinturón? Mira qué bonitos...

Después, trataste de esquivar el vistazo irónico de Bernardo cuando te vio guardarlo. Sin saber qué decir, le propusiste ir a probar el licor que bebían los indígenas en el templo. En el instante en que llevabas el vasito de aguardiente a la boca, notaste que alguien te tiraba del pantalón: Señor, señor, ¿me regala un cuaderno? ¿Cómo se puede negar un cuaderno?, trataste de hacer entender con los ojos a tu padre, que seguía callado. Arrugaste la nariz, te volviste al dueño de la tienda y le pediste el cuaderno: Son cinco pesos, dijo. Y a partir de ese momento, en un movimiento circular perfecto, fue depositar con la mano derecha el dinero en el mostrador, recoger el cuaderno con la izquierda, dárselo al niño; ver cómo él lo trasladaba de una mano a otra y se lo entregaba al vendedor, quien, a su vez, había dejado caer tu moneda de cinco pesos en la caja, había extraído cuatro de un peso y, delante de ti, las iba poniendo sobre la palma abierta de la mano del niño.

Y de inmediato la mirada seria, distante, de ambos. Inclinaste la cabeza amagando una sonrisa: lo que a ti te resultaba evidente, debía ser evidente... Sin embargo, no era así, tu padre te observaba con la misma expresión despreciativa de los indígenas.

En ese momento lo comprendiste. Debías regresar a casa. Definitivamente.

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