Paseo Neptuno
En una ciudad con tan escasa consciencia marítima como Valencia, el Paseo Neptuno, situado entre el puerto de Valencia y el balneario de Las Arenas, siempre se ha encontrado a suficiente distancia psicológica como para no frecuentarlo con asiduidad. Sin embargo, esta misma convicción continental tan poco razonable lo convierte en un lugar atractivo por remoto. Una escapada hasta la manzana de restaurantes que conforman este paseo siempre ha ido asociada a un acontecimiento muy especial. Y lo es, en cualquier caso.La escollera norte del puerto de Valencia ha propiciado una formidable acumulación de arenas en las playas del Canyamelar, el Cabanyal y la Malvarrosa, hasta esculpir uno de los bordes litorales más nutridos y suaves de la costa, ahora con una elegante unidad y un recorrido ameno que le confiere el reciente Paseo Marítimo. El Paseo Neptuno fue el caldo primordial de esta fachada litoral tan emblemática, y su núcleo fue un espontáneo quiosco con una máquina de agua de Seltz donde la abuela de Pedro Contell, uno de los propietarios del restaurante La Rosa, servía espumosa zarzaparrilla. En los años veinte los tranvías llegaban desde el centro de la ciudad hasta la explanada, ahora convertida en parque, y allí mismo crujían y daban la vuelta para regresar. En medio de ese nudo de hierro una mujer había instaurado el primer síntoma de hostelería de lo que con los años se transformaría en una de las referencias gastrolúdicas de Valencia.
Pronto, entre los campos y las dunas prosperarían los barracones de madera de los primeros merenderos y restaurantes: La Rosa, La Marcelina y La Pepica, cuyo principal tesoro era un arcón forrado con alpiste y lleno de hielo para conservar mabras, pageles, mustelas y langostinos. Luego llegarían L'Estimat y Casa Chimo. El resto eran barracas de baño, como La Muñeca y Flor de Mayo, donde uno podía darse una ducha mientras algunos pescadores muy primitivos arrastraban la red a l'artó en busca de sepias, calamares, galeras y salmonetes. El trenet de Llíria bajaba repleto los fines de semana, y junto a las casetas de alquiler de mesas y sillas acudían vendedores de papas, helados y panochas de maíz, incluso acordeonistas franceses y violinistas italianos.
Al atardecer sólo quedaban cortezas de sandía sobre la arena, y en el interior del pabellón neoclásico del balneario la burguesía local movía el esqueleto al ritmo de un bolero de Antonio Machín o de la Orquesta Boluda. A partir de medianoche, la cocina de La Rosa se ponía al rojo vivo para los artistas. Por su comedor desfilaban toreros con chófer mecánico, futbolistas laureados y cantantes hipnóticos. Entre tanto, en La Pepica reforzaban la bodega para recibir a Ernest Hemingway.
De no haber sido por el Paseo Neptuno, Valencia ya hubiese roto su último vínculo con el mar.
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