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Tribuna:Viajes
Tribuna
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A orillas del Hudson

La carretera es lisa y bien asfaltada; el coche, rojo y automático, con una instalación de radio estupenda, y los programas de las emisoras locales de radio son deliciosos, un canto permanente a la alegría de vivir que sólo interrumpe una breve crepitación al salir del alcance de una emisora local y entrar en la siguiente; va uno al volante como si llevase a los músicos de la orquesta en los asientos de al lado y detrás, rasgueando sus instrumentos, saltando y cantando. Recuerdo que hubo una secuencia de tres canciones -Dean Martin cantó Those little things; a continuación, Nilson cantó Sail away, y a mitad de la tercera, que era una composición de los Mamas y Papas, desconecté la radio porque sentía que la euforia me estaba subiendo demasiado-. Circular por las carreteras regionales, estatales e interestatales de las inmediaciones del Hudson, NY, y de la ciudad de Hudson, NY, es como volar en alfombra mágica, o en una de esas avionetas, que despegaban, evolucionaban en el aire cruzándose con bandadas de patos emigrantes, y aterrizaban como juguetitos teledirigidos de millonarios juguetones en el aeródromo de al lado, o en el de Martha's Vineyard o algún otro refugio ebúrneo. Deseos, necesidades y caprichos: todo lo que fuese susceptible de ser sometido a las reglamentaciones de la técnica está resuelto a pedir de boca. La naturaleza, además, ha sido generosa en esa zona de bosques, ríos, fauna. Por lo demás: es la "pesadilla con aire acondicionado", en formulación de Henry Miller.Fuimos a uno de los pueblecitos..., imposible recordar cómo se llamaba en ese coche rojo. Caminar, en esta región, es una entelequia, un absurdo, a no ser que uno se conforme con andar por las carreteras, como Fernando Rey y sus amigos en El discreto encanto de la burguesía. Salirse del camino es una actividad de alto riesgo. Todo es propiedad privada. Propiedad de la white trash -"basura blanca", pluriempleados roídos por una inconfesable desesperación-, y propiedad de afortunados hombres de negocios que van y vienen de NY, que acertaron apostando sus ahorros en acciones de cárceles de alta seguridad, un negocio seguro, segurísimo, de alto rendimiento. A pobres y ricos les hermanan las armas idénticas que guardan en casa, los tejanos descoloridos que visten y también la nocturna jarra de cerveza y la partida de billar americano que comparten en el pub más cercano.

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Nos acercamos al pueblo. Tenemos una cita a las afueras, ¿en dónde? En una hamburguesería, que también es heladería, junto a una gasolinera y un parking, frente a unos grandes almacenes, en un cruce de carreteras; o sea, en todas partes y en ninguna. ¡El Estado entero es un "no lugar"! En la monotonía suburbial que se extiende hasta el infinito acabamos por identificar el sitio gracias al neón rosado. En el exterior hay una mesa de madera y dos bancos, para comer mientras miras pasar los coches. El tonto del grupo quiere experimentar una vivencia típicamente americana, y va y pide una hamburguesa. Se come la mitad, tira la otra mitad a la papelera y seguimos viaje al arquetipo del pueblo americano. Todo en casas de madera, casi idénticas, dicen que las construyen según una docena de modelos: te enseñan un catálogo con las fotos y los precios y tú señalas con el dedo y dices: "¡Ésta!".

En Main Street, calle mayor, desierta, salvo por algún coche que aparca o desaparca, y alguna silueta fugitiva, hay un videoclub, un cine que anuncia Analize this para dentro de un mes, una barbería surgida de un cromo de Norman Rockwell, tienda de licores, tienda de ropa. Un café. Un restaurante chino. Y dos librerías. De una esquina brota un grupo de niñas y saludan a los forasteros mostrándoles las dentaduras en una sonrisa coral tan conspicua y falsa que es casi una mueca:

-¡Hi! -y desaparecen tras la siguiente esquina.

De las dos librerías, una despacha libros de segunda mano, esas novelas de romance y ciencia ficción de ínfima calidad, y la regenta Sandy, una mujer amable, de media edad, que hace punto para matar el tiempo, pues no entra nadie ni por casualidad. En el escaparate de la otra, un cartel avisa: "NO tenemos el libro de Mónica". Se refiere a Lewinsky, la famosa becaria de la Casa Blanca. Su autobiografía tiene mucho éxito en todo el gran país. Pero algunos libreros, hartos de encontrarse el caso hasta en la sopa, presumen de no despachar su libro.

A esta librería vengo a veces a mirar un libro; de hecho, vengo a mirar la foto de la portada. Es tan bonita que siempre estoy a punto de comprar el libro, pero luego me echo atrás: seguro que en cuanto la tenga a mi disposición dejará de gustarme. En ella se ve a cuatro jóvenes músicos cargados con sus respectivos instrumentos -viola, violín, trompeta y batuta- que bajan elástica, alegremente, la escalinata de la Ópera de París. Tienen rostros judíos y divertidas y exageradas patillas, mandíbulas, sonrisas y narices: los miembros de una orquesta de cámara en gira por el Viejo Continente, a finales de los años cincuenta. En la solapa viene el retrato del autor, que es, claro, uno de los cuatro músicos que hace cuarenta años saltaban por la escalinata de la Ópera de París, pero ahora su cabello es blanco como nieve y lo lleva peinado con una especie de permanente, parece un locutor de televisión, ¡parece Burt Bacharach!

-Vive aquí -dice la librera. Vive en Chattam.

-¿Qué?

-El autor de ese libro. El señor Levin. Ha sido director de orquesta, ¿sabe? Oh, por aquí viven muchos artistas y escritores.

-No me diga.

-Veo que le interesa el libro. La semana pasada ya estuvo usted aquí mirándolo -se ríe, es simpática, es observadora, debe ser inteligente esta señora-. ¿Lo quiere?

-No, pero me gustaría comprarle otro... ¡En fin, si es que lo tiene!

-Usted dirá. Si está en mis manos...

-Bueno... ¿Tiene Yo, Mónica? Ya sabe, la autobiografía de Mónica Lewinsky.

Antes de emitir la respuesta que merezco, su boca se distiende en la misma sonrisa (¡hi!) de las niñas en Main Street

Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1956). Su última novela es La cabeza de plástico (Anagrama, 1999).

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