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Tribuna:Cultura y espectáculos
Tribuna
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'Alcina', la maravillosa música de Händel Luis Suñén

La isla donde reina la maga Alcina es una habitación cerrada y abierta al mismo tiempo por una ventana que es también un espejo. En un rincón, unos cuantos trastos viejos, botas, espadas e instrumentos musicales que acabarán por mostrar su simbología. Oronte, el novio de Morgana, después de sentarle la mano a su prometida se insinúa a Bradamante-Ricciardo con un strip-tease bastante sórdido. Alcina no se va de rositas como en el original, sino que muere de un tiro que le propina Melisso. Jossi Wieler, Sergio Morabito y Anna Viebrock, los responsables de la puesta en escena, han convertido la mecánica del barroco en un cerrado hervidero de pasiones -los animales en los que Alcina ha convertido a sus cautivos son en realidad la peor parte de nosotros. La violencia sustituye a la solemnidad y los arquetipos del amor, los celos, la tiranía y la libertad saltan hechos trizas en un trabajo que revela inteligencia y conocimiento.Quizá sea demasiado afirmar que este barroco estático, de las graves situaciones morales y el escaso movimiento, sólo tiene esta solución para el público que hoy va a la ópera. El que abarrotaba el Festival Theatre el lunes en Edimburgo pareció disfrutar de lo lindo -no se veía al final el momento en que habrían de cesar los aplausos- aunque algunas risas hicieran pensar que parte de las ideas del equipo escénico se quedaron por el camino. Lo que está claro es que todo funciona y las tres horas de maravillosa música haendeliana pasan en un suspiro. Es verdad que Alcina es una de las obras maestras de su autor, que está repleta de arias de una variedad sorprendente, que la pertinencia del da capo se revela aquí como nunca y que no hay nadie que no salga del teatro sin tararear Sta nell'Ircana pietrosa tana.

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Pero para todo eso hacen falta cantantes y una dirección orquestal adecuada. Los primeros, todos jóvenes, se enfrentaron con valor a las abundantes exigencias de la obra. Hay que destacar el magnífico Ruggiero de una Alice Coote que supo entender muy bien un personaje que se mueve entre la soberbia sexual y el desconcierto. Estupenda la frágil Alcina de Catherine Naglestadt, de muy bella presencia, como la Bradamante de Helenne Schneiderman, una actriz de los pies a la cabeza. Catriona Smith, como Morgana, se creció a medida que avanzaba la representación y superó algún problema de coloratura que parte del público entendió como parodia. Exquisita Claudia Mahnke como Oronte. Muy flojos vocalmente, por el contrario, los hombres, Michael Ebbecke como Melisso y Rolf Romei como Oronte.

En el foso todo funcionó como un reloj. El director musical, Alan Hacker, es un buen conocedor de este repertorio y supo, desde su silla de ruedas, sacar de la partitura toda la variedad que encierra. Acompañó a los cantantes con un cuidado exquisito y subrayó con agudeza el dramatismo de unas situaciones nada fáciles de resolver con una propuesta escénica que podía comerse los resultados estrictamente musicales. La Orquesta del Estado de Stuttgart es un instrumento preciso y bien engrasado del que destacó el magnífico continuo, pieza clave en obras como esta.

Así hacen las cosas los teatros que arriesgan y que prefieren la investigación al fasto, que huyen de los caminos más trillados para rescatar un repertorio del que no sólo vale la hermosura de la música.

La grandeza de la ópera es también su capacidad de renovación constante, la posibilidad que ofrece de seguir hablando el mismo lenguaje con renglones no siempre derechos. La lección de la Ópera de Stuttgart, un teatro que nadie colocaría a priori entre los más grandes, está hecha a partes iguales de imaginación y de riesgo, unos ingredientes que, cuando se combinan en las dosis justas, dan resultados tan admirables como esta Alcina resucitada.

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