Trenes que 'espabilan' el sueño
Sandra tiene ocho años y ya casi no recuerda lo que es pasar una noche en paz. "Aprieto fuerte la almohada contra la cabeza para no oír los trenes. Ahora, en verano", sonríe con timidez, "da un poco de calor". Tanto ella como sus tres hermanos -Carlos, de 11 años; María José, de 16, y Jesús, de 19- han empeorado sus notas en la escuela desde que viven en medio del "terremoto". Los profesores desconfiaban hasta que un día Sandra se lo explicó: "Mire usted, es que en mi casa no se puede dormir, porque pasan los trenes y nos espabilan el sueño...". Jesús, el padre, carpintero "y, bueno, un poco de todo", paga también, en el trabajo, las consecuencias de no dormir. Y María José, que sufre del corazón -"¡Ay! Esos pitidos de los trenes, qué sobresaltos me dan"-, y el abuelo, de 83 años, a quien el médico recomendó reposo...
Todos esperan con impaciencia que una respuesta de la Comunidad alivie su angustia y su cansancio. Que alguien con "responsabilidad" se pase por allí para ver cómo se desprenden los azulejos de la cocina al paso de un mercancías, cómo doña María, de 64 años, puede extender su escoba desde la terraza y tocar los trenes que pasan. "Y la intimidad, hija de mi alma, que si salgo a tomar el fresco por la noche, en camisón, igual que yo los veo a ellos, ellos me ven a mí...". "Ellos" son los pasajeros, testigos inconscientes del drama de estas cuatro familias.
Un drama que puede durar lo que el "silencio administrativo": toda la vida. "No podemos irnos ahora y empezar a pagar otro piso. Aparte de que, por supuesto, éste ya no nos lo compraría nadie, ha perdido todo su valor: ¿quién se va a meter en una casa sin calefacción, llena de grietas y con el ruido de los trenes de fondo?", se pregunta Jesús, que añade, pensativo: "Además, vendérselo a otra persona humilde del barrio sería engañarla. Porque hay que estar muy ciego para meterse aquí. Y lo que no quiero para mí no lo quiero para nadie".
Sandra mira fijamente mientras su padre pronuncia estas palabras, y sonríe.
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