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Vivir junto a los raíles

Cuatro familias de Villa de Vallecas demandan a la Comunidad por construir dos vías férreas a menos de tres metros de su vivienda

En el número 1 de la calle Sierra de Gádor, distrito de Villa de Vallecas, viven cuatro familias "en un terremoto permanente". Un temblor que, varias veces al día, abre las paredes, hace estallar los vasos y funde las bombillas. El café de la sobremesa hay que agarrarlo fuerte para no derramarlo, y dormir es, más que nunca, un sueño: el piso se estremece, la humedad se cuela por las grietas y el ruido no permite conciliar más que pesadillas. La construcción, hace tres años, del intercambiador de cercanías y metro se hizo a costa de acercar dos nuevas vías férreas a poco más de dos metros -la distancia mínima legal son ocho metros- de las ventanas de un pequeño bloque de viviendas donde viven, malviven desde entonces, 17 personas, ocho de ellas niños.María José León, gaditana de 37 años, y Jesús Carnicero, toledano de 42, habitan, junto a sus cuatro hijos y el padre de ella, de 83 años, el segundo y último piso de este edificio. Desde la ventana de su cocina, el pequeño Carlos, de 11 años, puede tocar los cables de alta tensión de las vías del tren. "No hay derecho. Estamos en pleno agosto y yo no puedo dejar que mis hijos se asomen a la ventana porque temo que se electrocuten", se lamenta María José. Ése es sólo uno de sus miedos. También teme que se le caiga la casa el día menos pensado o que los nervios no aguanten el paso de muchos trenes más.

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Pero, sobre todo, María José le tiene miedo al "silencio administrativo". Último episodio de un proceso que, entre tribunales y burocracia, amenaza con eternizarse. El relato de esta historia increíble es el siguiente: en 1997, la Comunidad decidió levantar en Villa de Vallecas un gran intercambiador de transportes con una estación de cercanías-Renfe (Vallecas) y otra de metro (Sierra de Guadalupe). Para hacerlo, construyó dos vías férreas más, que desplazó hacia el margen de la antigua vía: a 2,6 metros de una casa de dos plantas habitada en propiedad, desde hacía varios años, por cuatro familias y el dueño de un taller de chapa y pintura.

En total, nueve adultos y ocho niños (el último nació hace apenas unas semanas) que, muy pronto, tuvieron que asistir al resquebrajamiento de sus hogares. "Empezaron a salir grietas por todas partes. Cuando levantaron el muro para colocar las pantallas antirruido -que no quitan nada de ruido- tocaron sin querer la zapata de la casa [una especie de contrafuerte], y medio edificio estuvo a punto de derrumbarse. Los bomberos tuvieron que venir a toda prisa, decretaron la ruina inminente y hubo que tirar media casa", explica María José. En esa obra, que los vecinos aseguran haberse pagado sin ninguna ayuda administrativa, todos perdieron la caldera -usan ahora estufas de carbón- y María, la vecina del primero, de 64 años, se quedó sin desagües para la cocina.

Pero la odisea de estas 17 personas no acabó ahí. Decididas a recuperar su hogar e informadas por un abogado de que la distancia mínima legal que debe separar las vías férreas de un edificio habitado son ocho metros, demandaron a Renfe ante los tribunales. Todos a una. Cuando llegó el día del juicio, Renfe alegó que la culpa, en todo caso, era del Gobierno regional, que utilizó los terrenos de la red ferroviaria para levantar una infraestructura propia, y demandó, a su vez, a los vecinos. La juez, en enero de 1999, le dio la razón y, aun reconociendo que el error cometido era de forma y que, en el fondo, los habitantes de la casa tenían razón, les condenó a pagar las costas: 800.000 pesetas.

"Ya ves, te rajan la casa y les tienes que recompensar con casi un millón de pesetas, ¿qué te parece, hija de mi alma?", suspira María. Pero ni ella ni sus 16 vecinos desfallecieron: hicieron caso al auto judicial y presentaron un recurso contencioso-administrativo contra la Consejería de Obras Públicas. Hasta la fecha. Hace tres meses, el viceconsejero de Obras Públicas, Luis Peral, les prometió responder "en 15 días". "Pero se han puesto en silencio administrativo y no hay nada que hacer", musita, entre resignada e irónica, María José. Ahora, mientras los abogados -uno contratado y otros que, voluntariamente, desde la asociación vecinal Ahora, colaboran con la causa- intentan convencer a la Administración de que indemnice a estos 17 vecinos y les busque otro sitio donde vivir, ellos temen que una "desgracia" haga reaccionar a los políticos "demasiado tarde". Y es que existe un peligro aún más grave que el constituido por los cables eléctricos: las muchas sustancias inflamables que contiene el taller, en la planta baja, a escasa distancia de las vías, podrían entrar en contacto con las chispas del tren y "provocar una explosión".

Al llegar al final de su relato, María José baja la vista y reconoce su desconfianza en la sensibilidad de "las autoridades". Cuenta que una vez, durante una reunión, alguien del Ayuntamiento tuvo el "valor" de decirle: "Yo tengo una casa en el pueblo y a veces también cruje...". "Sí", contestó ella, "pero la suya cruje porque es una bonita casa antigua; la nuestra, porque se está cayendo".

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