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Tribuna:Un relato de Pedro Jesús Fernández
Tribuna
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El tacto de la polilla (2)

En la salida del aeropuerto de la ciudad de México el tumulto me paralizó: ¿cómo reconocer, en medio del caos, a un desconocido? Pasé varios minutos mirando por encima de las cabezas, adivinando mi nombre en cada cartel, buscando un gesto cómplice: ¿Jaime? ¿Es usted Jaime Sáez? Asentí, dejé caer la maleta al suelo y nos estrechamos la mano. La de Óscar era grande, firme y un poco caliente. Algo encorvado, bajo y ligeramente barrigón, tenía, sin embargo, un aire festivo que de entrada debía hacerle caer simpático a la gente.Durante el trayecto hasta Taxco hablamos poco, mis ideas seguían dando vueltas alrededor de un punto fijo, lo mismo que las polillas en torno a la luz, y no deseaba adelantar acontecimientos. Por momentos intenté aferrarme a mis convicciones y continué con la misma letanía que me había repetido hasta la saciedad en el avión: no demostrar emociones, mantenerme firme, mantenerme firme. Sin embargo, estaba agotado y no conseguía fijar las ideas. Tenía la sensación de que estaba dejando escapar lo más importante. Por instantes me adormecí, aunque no del todo; estaba justo lo bastante despierto para darme cuenta de que dormía.

Apenas recuerdo fragmentos de aquella noche. La llegada a una finca desvencijada, hecha de patios, corredores y pequeños edificios; la jauría de perros flacos, furiosos, que, desde la entrada, persiguió el coche tratando de morder las ruedas; el momento en que Óscar me introdujo en una cocina enorme y sentí seis pares de ojos taladrándome; la rapidez con que se diluyó el reconocimiento y las muchachas que trajinaban en los fogones ya estaban de nuevo en sus quehaceres; la expresión ceñuda de los peones que comían en una esquina de la mesa; la manera en que se prolongaban los silencios; la aparición de una mujer pequeña y gruesa, con el cabello recogido en la nuca, secándose las manos en el delantal. Óscar se apresuró a presentarla como Adela, la madre de María. ¿María? -pregunté-. María es la esposa de su padre, señor. ¿Nadie le dijo? Vi a Óscar encogerse de hombros al tiempo que miraba de otra manera a aquella figura y me percataba de que sus ojos eran realmente magníficos, grandes, negros, con una indefinible expresión de gravedad y de energía. Parecía imposible no haber reparado en ellos. Recuerdo también que me acercaron un cuenco con sopa y que, una vez, cuando me llevaba la cuchara a la boca, se aproximó Adela: ¿Le gustaría una tortilla tostada con el caldo? ¿Está bueno de sal? -dijo, acercándome una gallinita de vidrio azul.

Luego todo se desdibujó hasta que por la mañana salí de mi habitación al jardín y me hirió el paisaje. Todo, incluso la fuerza del sol, laceraba la vista. Eché a andar con cautela por un prado de caminos desiguales que se escurrían en todas direcciones. Elegí el que parecía más importante a causa de los macetones resquebrajados con buganvillas que adornaban sus lindes y, caminando, sentí los zumbidos de apresurados insectos hasta que llegué a la puerta del edificio principal y conocí a la mujer de mi padre. Al entrar en el zaguán la vi venir junto a Óscar, sonriendo. Era apenas una muchacha de dieciocho o diecinueve años, guapa, de aire pacífico y formas escasas, vestida de blanco, con los mismos ojos negros de su madre, como arañas nocturnas: Buenos días -me dijo-. ¿Ya se desayunó? Negué con un ademán y les seguí hasta una terraza amplia donde habían dispuesto con todo esmero platos, tazas y frutas en el centro de una mesita. Ella se sentó aparte, sola, en la parte superior de unos escalones, impartiendo órdenes con un leve movimiento de la mirada. Poco después Óscar vino a recogerme y me propuso dar una vuelta por el jardín. Caminamos hasta que se detuvo para llamar a un hombre que trabajaba junto a un muro: Acérquese, Manuel. ¿Dónde está el señor? Don Bernardo se encuentra en la alberca, dormitando.

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Había llegado la hora de enfrentarme con mi padre. Óscar debió apreciar la transformación de mi rostro: ¿Le indico por dónde se va a la alberca? -preguntó con suavidad, al tiempo que señalaba un sendero que se bifurcaba a la derecha-. Mejor lo dejo solo. No tiene pierde.

Ya sin elección, traté de ocultar el nudo de la garganta adentrándome en el camino hasta descubrir que, en efecto, allí estaba Bernardo, el murciano, despatarrado sobre una colchoneta en medio del agua sucia, verdeazulada, sobre la que flotaban, a intervalos irregulares, pétalos rojizos de flores de buganvilla. Lo que no podía imaginar es la manera en la que parecían mofarse de mí los acontecimientos: le hallé tumbado boca arriba, durmiendo, roncando sonoramente. Desconcertado por esta indiferencia cómica del primer encuentro, atravesé las losas de barro que daban forma a la piscina y llegué a una habitación redonda en la que se oía el ronroneo de un refrigerador. Me senté en un sofá y me quedé contemplando las botellas de licor, los libros alineados en los estantes, los cuadros coloniales y los carteles cinematográficos descoloridos por el tiempo. A mi izquierda, un joven Sean Connery peinado de forma impecable sostenía una pistola entre sus dos manos y apuntaba hacia el cielo. Con las mandíbulas tensas miré a Sean Connery intentando devolverle su etérea sonrisa y tratando de oír a través de la puerta.

-Hola, Jaime. Así que lo has hecho. Bienvenido a México.

Cuando me volví, la imagen tosca y envejecida, con el largo pelo ceniza desbaratado sobre la frente, y el abdomen grueso, rosáceo, que había entrevisto sobre la colchoneta, se había transformado en otra persona más fuerte y recia, que contenía la respiración para ocultar su tripa y se revelaba orgulloso de su apariencia en traje de baño. La verdad, el hombre que tenía tres pasos por delante ni aparentaba los 65 años cumplidos que yo sabía que tenía, ni parecía mostrar la menor señal de culpa: Anda, ven, vamos a dar una vuelta -dijo-. Quiero hablar contigo. Extendió un brazo con la mano abierta y nos pusimos a caminar, él por delante y yo atrás, hasta la terraza del desayuno, donde Adela, la madre de María, se había puesto a remendar calcetines sentada en una mecedora. Al vernos llegar alzó los ojos con rapidez y siguió en su labor. Luego subimos unas escaleras y acabamos desembocando en un desván sombrío, cuyo suelo estaba cubierto de alargadas cajas de cartón: ¿Qué te parece? Le miré con cara de no entender nada. Es mi última manía. Estoy criando gusanos de seda. Mira -señaló tras levantar la tapa de una de ellas-: estas orugas son extraordinarias, para salir y convertirse en mariposas han de romper un capullo increíblemente resistente. Piénsalo, está hecho de seda, la tela más dura de roer... ¿A que no sabes que en mi pueblo, Murcia, en Semana Santa, sacan, desde hace un montón de años, el Cristo de Salzillo con los pies rodeados de cientos de capullos de gusanos de seda de verdad? Aún le oí decir antes de cerrar la puerta con llave: Las orugas simbolizan la regeneración, para los egipcios representaban la inmortalidad.

Cuando salimos llamó con grandes voces a María y nos quedamos contemplando el aire felino de su cadencia al aproximarse. Al llegar a nuestro lado, Bernardo dijo: Bueno, ¿qué opinas? Es hermosa, ¿no es cierto? María miraba desde abajo, cohibida y, yo, al verlos juntos, me pregunté qué demonios hacía allí. En realidad, todo el día transcurrió de esa manera absurda; al poco, cuando comprendí que sería él quien dirigiera la escena y decidiera lo que se iba a hacer y hablar, opté por callar y dejarme ir. Durante la comida, sin que viniera a cuento, me preguntó si estaba casado y le contesté que sí: Ya veo. ¿Y en qué trabajas? Soy economista. Llevo la dirección de marketing de un periódico deportivo. Pero toma más vino, hombre, ¡no dirás que es malo, eh! Además, tú entiendes. María, tráenos otra botella. Ya fue Guadalupe -contestó su mujer, con voz plana-. No he dicho que fuera Guadalupe, sino que la traigas tú. Por un instante María me dirigió una mirada cargada de indiferencia, aunque a mi padre le sonrió y le dijo: Como tú ordenes, dio media vuelta y la vi alejarse. Una figura morena que no podía evitar temblar con el compás de los perros castigados.

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