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Tribuna:Un relato de Julio Llamazares
Tribuna
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Un cuento de encargo (5)

Julio Llamazares

RESUMEN: La preocupación de nuestro escritor comienza a convertirse en angustia. Se acaba el plazo y ve más cerca la posibilidad de ser incapaz de cumplir el encargo de escribir un relato de verano para el periódico, y del que no tiene aún ni una línea. La obsesión por este incómodo compromiso comienza incluso a perjudicar a la relación con su mujer.

Cómo va el cuento?-Mal.

-¿Mal? -se alarmó el director al otro lado del hilo telefónico.

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Lo había cogido en la cama. Durante toda la noche no había podido dormir, y luego se había quedado como un bendito hasta que sonó el teléfono, cerca ya del mediodía.

-Bueno, digamos que no muy bien -matizó el escritor su afirmación sobre la marcha.

-¿Y eso?

-Pues nada. Que me he atascado.

Era una manera suave de decir lo que le ocurría; un eufemismo, sólo que hiperbolizado. En realidad, lo que le ocurría es que seguía sin empezar el cuento y, lo que era aún mucho peor, sin perspectivas de que fuera a hacerlo.

Pero no iba a confesárselo. No podía decirle al director, a tres días de la fecha convenida para darle su relato, que aún no lo había empezado.

-Pero lo acabarás... -suplicó, más que afirmar, el director, dando ya por entendido que lo haría con retraso.

-Por supuesto -le dijo el escritor, sin saber cómo saldría de aquel atolladero.

Cada vez lo veía más negro. Llevaba ya varios días sumido en el pesimismo, pero, a medida que se acercaba la fecha, veía casi imposible que llegara a escribir algo. No sólo no podía ya estar tranquilo en su mesa, sino que, desde hacía dos días, ni siquiera podía concentrarse.

Al principio, como siempre, lo atribuyó al nerviosismo; a esa especie de hormigueo que le invadía las piernas y que le obligaba a estar paseando todo el día por la casa. Pero ahora, el nerviosismo era ya casi una angustia, una especie de inquietud, como una extraña zozobra que le oprimía el estómago y que, al acabar el día, le hacía caer rendido en la cama. Aunque luego no se dormía. Al contrario, se pasaba horas y horas dando vueltas en la cama, pensando en miles de historias de las que, al día siguiente, ni siquiera se acordaba.

La mayoría eran invenciones, historias imaginarias que surgían como espectros de la noche y que, como la noche misma, se deshacían entre las sábanas. Otras eran las de siempre: la de la mujer de azul, la de Crodulfo, la de su padre, que volvía a darles vueltas y más vueltas sin conseguir sacar nada de ellas. Al contrario: parecía como si el tiempo las hiciese todavía más opacas.

Probó, incluso, con los sueños; a ver si ellos le decían algo. Uno de los que más se le repetían, y que se le llegó a hacer casi obsesivo, era aquel en que veía a una niña en un balcón asomada, con los brazos extendidos, al vacío de la calle. Como la mujer de azul, seguramente tenía un relato, pero él no logró encontrárselo.

Estaba claro, pues, que tendría que buscar por otra parte. Por otra parte, sí, ¿pero dónde? Ya había agotado todos los temas, todos los cuentos posibles, y ninguno le acababa de gustar. Quizá el problema era suyo, que se había quedado seco.

A veces les sucedía a los escritores. A él no, pero a algunos sí. De repente se quedaban sin ideas y tenían que dejar de escribir durante un tiempo. Incluso algunos, como Juan Rulfo, se quedaban callados para siempre.

Pero, ¿era por falta de ideas? ¿No sería por otras causas? Ideas todos tenían, y Juan Rulfo, mucho más. Por lo menos, ya lo había demostrado. Entonces, ¿por qué dejó de escribir? ¿No sería por desidia, por apatía existencial, por desinterés total por lo que ocurría en el mundo y aun por la propia literatura?

En cualquier caso, fuera cual fuera la causa por la que de repente alguien decidía guardar silencio, ya fuera durante un tiempo o definitivamente, si lo que le ocurría a él era eso, cosa que ya empezaba a pensar, le llegaba en el peor de los momentos. Le quedaban sólo tres días para entregar su relato y tenía que escribirlo como fuera. Aunque no volviera a escribir ya más.

Porque la alternativa era renunciar, llamar al director y decirle a bocajarro, después de tanto esperar el cuento, que no contara con él. Algo que ni siquiera se le pasaba por la cabeza, ni a él ni imaginaba que al director.

El director confiaba en él. A pesar de los pesares, confiaba en su palabra y su abandono le sorprendería tanto como si le dijera que había asesinado a alguien. El director podía esperar un retraso (es más, contaba seguramente con él; por eso le acortó el plazo), pero sabía también que el escritor acababa siempre cumpliendo sus compromisos, aunque fuera a duras penas y en el último momento. Por eso, y por amistad (y le gustaría pensar que también por su forma de escribir y de pensar), contaba siempre con él cuando publicaba cuentos. Por eso no podía traicionarlo. Antes, se dijo, le plagiaría el relato a alguien.

¿Y si se lo plagiaba a él mismo? ¿Si buscaba entre sus libros y papeles más antiguos algún relato perdido o algún cuento juvenil y lo actualizaba un poco para que nadie se diera cuenta? Podía, incluso, darle un trozo de algún libro; de los primeros, que ya nadie recordaba. Lo aderezaría un poco y le serviría para salir del paso.

Pero, ¿y si alguien se daba cuenta? ¿Si, de pronto, algún lector descubría el autoplagio y escribía al director contándole su descubrimiento? Siempre había alguien, en algún sitio, que lo recordaba todo.

No. No podía arriesgarse a eso. Ni por prudencia ni por principios. Antes era preferible renunciar a escribir nada y apechar con las consecuencias.

Pero, ¿y si le daba un trozo de la novela; de la que estaba escribiendo ahora? Eso a nadie podía molestarle. Al fin y al cabo, era un texto inédito, aunque no fuera un relato concebido como tal. Ya lo acomodaría él para que lo pareciera. Además, ¿quién se iba a dar cuenta de ello? La gente lo leería como si en verdad lo fuera y, cuando publicara aquélla, la mayoría lo habría olvidado.

Pero tampoco eso le parecía correcto. La novela era sagrada. Tenía que llegar virgen a los lectores, como las mujeres antes al matrimonio.

Entonces, ¿qué le quedaba? Realmente, ya muy poco. O, mejor: ya no le quedaba nada. Todas las posibilidades las había desechado una tras otra y lo único que le quedaba ya era, como cuando empezó a escribir, la hoja en blanco. Mejor dicho, la pantalla del ordenador, que llevaba varias horas encendida esperando inútilmente a que él escribiera algo.

Lo mejor sería apagarla.

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