Todo es Alemania
La prosperidad de una nación se reconoce por la nacionalidad de los que cargan en ella con el trabajo sucio, ingrato y mal pagado. Los inmigrantes españoles de los años cincuenta y sesenta en Alemania certificaban el milagro alemán y ponían de manifiesto las penurias de España.Si el axioma fuera cierto no habría más remedio que reconocer que "España va bien", tan bien que empiezan a sobrar inmigrantes dispuestos a ocuparse de lo que los autóctonos desprecian, tan bien que la Ley de Extranjería, avalada por el Gobierno popular en un momento de debilidad y en vísperas de elecciones, está siendo corregida a la baja para impedir que millones de ciudadanos de otros mundos menos prósperos piensen en España como esa Jauja donde atan los perros con longanizas.
Lo de atar a los perros con longanizas era una frase que se repetía mucho cuando yo era niño, una frase que siempre se me antojó absurda, una de esas coletillas sin pies ni cabeza que contribuyeron a forjar en mi mente la desconfianza y el escepticismo sobre la presunta racionalidad de los adultos, desconfianza y escepticismo que no han hecho más que crecer desde aquellos días cuando tal y como me enseñaban mis educadores trataba de aprender a usar la razón y a guiarme por ella.
El mítico lugar donde los canes usaban ristras de embutidos a modo de correa era América, la América hispana de los indianos, una raza ya en extinción en los años de mi infancia cuyos representantes retornaban orondos con chaleco, reloj y leontina de oro a la famélica España, bien alimentados por la chacina que había rodeado sus cuellos indómitos.
Después de trabajar largos años como perros, se suponía que los indianos, ahítos de tanto comerse el collar habían conseguido hacer reservas, guardar provisiones y ahorros para la vejez.
En Alemania las cosas eran diferentes, los germanos pragmáticos utilizaban las salchichas para otros fines, los inmigrantes tenían que comprar los "perros calientes" con los marcos, siempre parcos, de unos salarios de los que era difícil ahorrar lo suficiente para un regreso sino triunfal al menos honorable.
Al Reino Unido emigraba poca gente todavía, pese al proverbial buen trato que los hijos de esa gran nación daban a sus canes. "En Inglaterra - escribía un autor francés de los años cincuenta- tratan a los extranjeros como perros, pero a los perros los tratan estupendamente".
Entre los inmigrados de la gran oleada ecuatoriana desembarcada recientemente en Madrid, el mito de Jauja, va cayendo rápidamente en el descrédito.
La España a la que llegan, por muy bien que vaya, no es la América de nuestros indianos, se parece más bien a la Alemania de aquellos españoles que para ahorrar unos marcos vivieron como ellos en el hacinamiento, mediante el socorrido método de las "camas calientes", un solo lecho para dos trabajadores que podían usar en función de su horario, cuando el obrero diurno regresaba a su alojamiento despertaba a su compañero del turno de noche y tomaba su lugar.
A un "rockero" andaluz que hablaba mucho de la cultura afrobética le pillé por sorpresa en una entrevista, hace años, al preguntarle qué significaban para él exactamente esos términos... Tras algunos balbuceos, el músico respondió:
"La curtura afrobética... ¿Tú sabes un pino muy alto que hay a la salida de Carmona?... Pues la curtura afrobética es que de ese pino parriba tóo es Alemania".
Rotunda respuesta, ingenioso ardid afrobético, demarcación simbólica que hoy ha extendido sus dominios, el pino que marca el límite ya no está en Carmona, se clava en Algeciras al borde del estrecho, primera frontera de España y quinta, o cosa así, de Alemania.
Al alcalde de Madrid, aunque sevillano, le brotan de vez en cuando de su alma de nardo, suspirillos germánicos cuando habla de la inmigración de los rumanos, o de las prostitutas foráneas y asilvestradas de la Casa de Campo, culpables de delitos de lesa ecología contra el patrimonio verde de la Villa y Corte.
Suspirillos germánicos pero no románticos, sino más bien nacionalistas o nacional socialistas, nacidos de la misma vena que se le debió hinchar en el cuello el otro día al Mayor Oreja del Reino, cuando arengó a sus leales al grito de: "Basta ya de buenos sentimientos", Jawohl mein Fuhrer!
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