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Tribuna:Área libreFotos de la memoria
Tribuna
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Rafael y Natalia

Según una investigación sociológica, los doctores de mayor atractivo erótico para las mujeres son los dentistas, los psiquiatras y los ginecólogos, por este orden. Podría creerse que las dos últimas disciplinas, por causa de su acercamiento especial a lo íntimo, ostentan la primacía pero el odontólogo bate a cualquiera, según los sondeos. El poderío del odontólogo abalanzado sobre el cuerpo de la paciente, la obligada entrega de la enferma que precisa abrir y hasta ofrecer la boca a cualquier indagación, el foso sobre el que vierte su mirada y su respiración el médico o la misma fortaleza de los antebrazos del doctor, probando en las extracciones su vitalidad de atleta, componen un conglomerado que sitúan ventajosamente a la estomatología. Rafael Cremades, odontólogo de California, reproducía con apropiada exactitud al galán de las potenciales conquistas, de acuerdo con las encuestas.Habíamos sido, Cremades y yo, compañeros de colegio, pero luego me había sacado una gran ventaja física, económica y profesional. Atezado, apuesto, con un pelo negro y ondulado, gozaba de fama internacional gracias a su anticipación en el arte de los implantes. Puede decirse que, en un momento de su vida, con 52 años, lo había conseguido todo, incluida una clase de dinero, deportiva y contemporánea, expresada en una rutilante Yamaha Wild Star de 15.000 dólares. Fue entonces cuando acudió a la consulta Natalia.

Con un vestido amarillo y desmangado de Jaëger, Natalia tenía 22 años y una fuerte ambición por la ventura exótica, lo que enseguida hizo cuajar las cosas. Ninguno de ellos era de ideas únicas, pero Rafael Cremades, aparte de odontólogo, conocía numerosas culturas, desde los cheyenes hasta los mayas, desde los vikingos a los mzungus, y sabía el modo de hacerlas degustar a los demás. Su gran capacidad para abarcar la tierra a través de sus viajes le aportaba una anchura espiritual parecida a la de un gran pecho acogedor. Natalia, por su lado, muy sucinta, cayó fatalmente en los ámbitos de Rafael y así de irremisible lo consideró la familia de Natalia que pronto se rindió a que su hija, tan volátil, se adentrara con el doctor en las costas del Índico tanzano o siguiera sus pasos, congreso tras congreso, desde Oslo hasta Hong Kong.

El problema para ambos empezó a presentarse al cabo de los dos años, cuando Natalia una vez transportada a través de las grandes ciudades del planeta, obsequiada con regalos superfluos y tratada como una hermosa pieza de colección, sufrió los primeros asaltos de inquietud. Vio en su porvenir con mi amigo Cremades los indicios de una vejez social muy prematura y temió haberse entregado a una peripecia que la condenaba a subordinarse generacionalmente. Esta constatación, cada vez más intensa, fue haciendo que el doctor percibiera en Natalia momentos de ausencia o, mejor, que por intervalos se desleía y resbalaba más allá de su control. Natalia se esfumaba, o se licuaba, y él sentía que iba perdiéndola como por alguna junta, a una velocidad parecida a la de los signos que prodigan los naufragios.

De esa manera fue alejándose primero el espíritu de la muchacha y después, como una prolongación, la disponibilidad de su cuerpo. La fuga decisiva tuvo lugar, sin demasiado aviso, durante una estancia en el Hotel Excelsior de Florencia, con motivo de una reunión científica que patrocinaba la Banca Toscana. No quiso regresar con Rafael Cremades a la casa de Orange y desde ese momento dio por finalizada la relación, sin más dolor que la definitiva carga de su propio extravío. Porque nunca más, separada del dentista con 24 años, pudo regresar al grupo de los jóvenes amigos y amigas de su edad, amortizados para sus nuevos gustos.

Ahora, diez años después, mientras Cremades ha escogido otra pareja, Natalia ha seguido una dirección descolorida. Ni joven ni madura, ni alegre ni pobre, compra y vende hoy pequeños barcos de recreo en la bahía de San Diego y, a sus 35 años, es ya la viuda de un pintor abstracto, Richard Haggard, que murió aplastado por un alud mientras pintaba las obras de una abrupta carretera en Alaska.

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