Viles y malvados
En mi vida he conocido personas estupendas, y algunas admirables, pero también un pequeño número de seres viles y malvados, cuyo denominador común, entre otros atributos específicos, era su empeño en querer demostrar que, como en el tango, el mundo es y será siempre una porquería, una colectividad de rufianes, canallas y basuras de todo prontuario y condición. Éste es un movimiento defensivo perfectamente comprensible en cualquier escoria para sentirse bien, pues, como escribió Simone de Beauvoir, "nadie es un monstruo si lo somos todos".Pero, probablemente, sólo en el Perú "de metal y de melancolía", como lo llamó García Lorca, se haya dado el caso, no de una persona particular, sino de un régimen político, cuya línea directriz, a la hora de nombrar ministros o reclutar parlamentarios y funcionarios, parezca tener el objetivo de demostrar a la opinión pública que la decencia, la coherencia y la integridad no existen y que todo ciudadano puede ser sobornado, comprado, corrompido y utilizado por el Gobierno, aun para los menesteres más innobles, sin mayor dificultad. Al principio de su gestión, en 1990, que Fujimori trufara sus ministerios con tránsfugas de Acción Popular, el Partido Popular Cristiano y el Apra, o de independientes que habían sido sus adversarios hasta la víspera, parecía la inevitable consecuencia de su orfandad, pues subía al poder sin un equipo, sin un programa y sin una sola idea: ¿qué alternativa que apropiárselos de los otros? En esas circunstancias, la medida hasta parecía responsable.
Pero después, y sobre todo a partir del autogolpe de 1992, esta política ha adquirido verdadero frenesí, como si la dictadura, rodeándose de muchas personas que, por codicia, apetito de poder, frivolidad o estupidez, abdican de sus principios y lealtades, o de su simple buen nombre, para servirla, le diera el respiro moral que siente el ladrón cuando, como dice el refrán, comprueba que todos son de su misma condición. El flamante jefe de Gobierno, Federico Salas, alcalde de Huancavelica, que hasta ayer denunciaba el fraude electoral y llamaba a Fujimori dictador y caradura, y subía a los estrados a dar su apoyo a Alejandro Toledo, pasó de opositor a turiferario y doméstico del régimen a una velocidad supersónica, sin explicación. Cabe esperar que, más pronto que tarde, le ocurrirá lo que a otro tránsfuga, el ex dirigente aprista Javier Valle Riestra, abanderado de los derechos humanos, quien aceptó ser primer ministro, en 1998, del Gobierno que más ha atropellado, torturado y desaparecido gente en la historia peruana, para, a los dos meses, verse obligado a renunciar y pasar a la jubilación política, convertido en una figura patética y desprestigiada.
La más sonada operación de reacomodo fujimorista es el del puñado de diputados de la oposición, salidos de las espúreas elecciones recientes, que cambiaron de chaqueta el mismo día de la inauguración de la legislatura y posibilitaron con su voto la continuación del autoritarismo. Las informaciones dicen que cobraron 150 mil dólares cada uno, pero yo estoy seguro que son más baratos. Buena parte de las personas alquiladas son, como estos últimos, oscuras mediocridades de las que no cabía esperar demasiado. Pero, hay otras, menos previsibles, que, por su trayectoria cívica y su desempeño profesional, parecían menos capaces de echar por la borda lo que había en ellas de respetable por el bíblico plato de lentejas. Como el vicepresidente Francisco Tudela, que, por lo visto, ya cayó en desgracia, antes siquiera de darse cuenta de que había sido manipulado como un bobo, o el canciller Trazegnies, o el historiador Pablo Macera, que, después de haberse pasado una vida dando lecciones radicales de civismo, descubre, a la vejez, que el poder bien vale una traición. Un caso de transfuguismo crónico es el de Caños Boloña. Ministro de Economía cuando el golpe de 1992, renunció, en gesto democrático; no había acabado de firmar su renuncia, cuando ya se reenganchaba con los golpistas, asumiendo de nuevo la cartera, de la que fue defenestrado poco después de manera humillante. Volvió entonces a ser un demócrata y un opositor severo, hasta ayer, cuando consiguió ser reclutado en el flamante Gabinete. Una encarnación contemporánea, sin duda, del célebre soneto clásico: "Un hombre todo espalda...".
La lista podría ser larga, e incluiría periodistas -el portavoz principal de la dictadura es el diario Expreso, cuyos directivos y editores son todos tránsfugas del belaundismo-, empresarios, dirigentes sindicales, y alguno que otro intelectual (excluyo a la soldadera mayor del régimen; la filóloga Martha Hildebrandt no es una vendida: su pasión por las dictaduras es antigua, sincera, acaso genética). Es un error suponer que el régimen los ha atraído porque con ellos imagina ingenuamente que se limpia. Al revés: los atrae para desacreditarlos, y mostrar a la luz pública, con pruebas vivientes, que la política es malvada y vil, que gobernar consiste en chapotear en el fango y la crueldad.
Durante varios años de los diez que dura ya este régimen, parte de la población peruana, a la que el recuerdo de la hiperinflación y la angustia provocada por el terrorismo mantenía en la inseguridad y la confusión, aceptó esta filosofía y lo apoyó. Aunque a regañadientes, por los desmanes sangrientos de Vladimiro Montesinos, el jefe del aparato represivo, aceptó que no había alternativa, que la dictadura era necesaria. Confiado en ello, en su fuerza policiaco-militar, en su control de los medios, en su capacidad de intimidación mediante su brazo judicial o la oficina de impuestos, el régimen preparó su fraude electoral y lo ejecutó. Vaya sorpresa la que le esperaba: una derrota en las ánforas, en la primera vuelta, que lo obligó a sacarse la careta y, delatándose ante el mundo entero, alterar grotescamente los resultados para robarle la victoria a Alejandro Toledo, y a perpetrar una mojiganga en la segunda vuelta en la que Fujimori corrió solo, ante el desprecio burlón de la comunidad internacional y el repudio de millones de peruanos.
Millones, sí, a los que -¡por fin!- los últimos sucesos acabaron de abrir los ojos y movilizaron, pese a las circunstancias tan adversas, con un entusiasmo y una decisión que ha remecido de pies a cabeza al régimen. El gran mérito de Alejandro Toledo es haber aglutinado a toda esa gigantesca fuerza dispersa, desunida y desorientada, y haberla organizado para mostrar -en las calles, en las plazas, en las ciudades y las aldeas más remotas del Perú- a la soberbia del Gobierno, que no era popular, sino profundamente odioso, y que sus canales de televisión y sus radios y periódicos avasallados, con sus diarias mentiras y sus campañas de intoxicación y descrédito de todo opositor o crítico, sólo habían conseguido desprestigiarlo aún más y prestigiar a sus adversarios.
La Marcha de los Cuatro Suyos (las cuatro regiones del Incario), celebrada el 27 de julio en el paseo de la República de Lima y calles adyacentes, quedará como un hito en la historia peruana. Jamás hubo antes una manifestación tan grande, ni tan representativa, pues a ella acudieron decenas de miles de provincianos de todos los rincones del país. Hombres y mujeres humildes, en su gran mayoría acarreando niños y ancianos, llegados hasta la capital en los medios más precarios, y pese a los violentos obstáculos que las fuerzas policiales y militares sembraron en su camino (arrestos, accidentes, verificaciones de identidad, hasta voladura de la carretera Central para atajar a los camiones y ómnibus) desfilaron horas de horas -eran más de trescientos mil-, en la más absoluta calma y dignidad, como les habían pedido los organizadores, ante los ojos de decenas de observadores y delegados extranjeros. Médicos, enfermeras, sindicatos, clubes de madres, asociaciones profesionales, y, en la vanguardia, los universitarios, colaboraron y marcharon, deponiendo diferencias, unidos en un emulsionante clima de solidaridad, con un claro propósito: pedir elecciones libres, manifestar su rechazo de un Gobierno dictatorial que, mediante un fraude flagrante, pretende perpetuarse cinco años más.¿Quién, en el mundo, podría creer que estos cientos de miles de peruanas y peruanos que el 27 de julio y la víspera dieron esa lección de orden y disciplina, desfilando sin provocar un solo incidente, a las pocas horas, el día 28, se entregarían a la violencia, quemando el Banco de la Nación, el ex Ministerio de Educación, el Jurado Nacional de Elecciones y otros locales públicos? Nadie, que no esté ciego, o se niegue a aceptar la evidencia. ¿Cuál es la evidencia? Que los episodios del 28 de julio -cuyo balance, hasta el momento, es de seis muertos, cientos de heridos, decenas de desaparecidos y más de doscientos detenidos- fueron planeados y ejecutados vil y malvadamente por esos seres viles y malvados que, amparados en la fuerza bruta, gobiernan desde hace diez años Perú.
Todo fue preparado con el frío maquiavelismo que caracteriza a Montesinos. Tres días antes de la Marcha de los Cuatro Suyos, una de las cloacas televisivas del Servicio de Inteligencia, el Canal Cuatro, fraguó un truculento programa acusando a Alejandro Toledo y demás organizadores de la marcha de -¡coludidos con Sendero Luminoso!- estar preparando bombas incendiadas y explosivos. El 28 de julio, en plena demostración, súbita, misteriosamente, las fuerzas policiales y militares, que habían estado reprimiendo con una ferocidad inigualada a los manifestantes -usando gases y proyectiles prohibidos para menesteres de orden público-, se retiraron de muchos edificios, dejándolos desprotegidos. Al mismo tiempo, agentes civiles armados impedían salir a los bomberos y retrasaban su acción. De este modo, los hombres de mano del régimen infiltrados entre la multitud -varios de ellos fueron detectados por los manifestantes o filmados en vídeos que están ahora a buen recaudo- pudieron perpetrar los actos vandálicos. Está clarísimo por qué los pirómanos se encarnizaron con el local del Jurado Nacional de Elecciones, las llamas desaparecieron todas las pruebas del fraude electoral. ¿Qué podía importar a los asesinos de los vecinos de los Barrios Altos, de los estudiantes y el profesor de La Cantuta, a quienes descuartizaron a Mariella Barreto, torturaron y violaron a Leonor La Rosa, autores de tantas fechorías, que en el incendio del Banco de La Nación perecieran los seis desdichados guardianes del local? Lo importante era tener devastación y cadáveres a la mano para, utilizando toda la maquinaria informativa y judicial enfeudada al poder, iniciar ahora la destrucción política de Alejandro Toledo, símbolo de la formidable marea de resistencia cívica.
¿Lograrán su objetivo? ¿Conseguirán, como en el caso del millón de firmas falsificadas del proceso electoral, que, no los faisificadores, sino los denunciantes del delito, sean los castigados? Es algo tarde ya, me parece, para estos macabros aquelarres que jalonan la historia de estos últimos diez años infames de la historia peruana. La sangre que corrió por las calles de Lima el día de la fiesta nacional se añade a la mucha que el tándem Fujimori-Montesinos ha vertido en su desesperación por aferrarse al poder, y su burda payasada para hacer pasar a las víctimas por culpables de sus crímenes sólo ayudará a acelerar su fatídica caída.
© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2000.
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