El coronel
Fue en un vuelo a Nueva York. Iba con un billete de primera clase que la secretaria del jefe me había sacado en un gesto de conmiseración por encontrarme aún convalenciente de una penosa enfermedad. Estaba a punto de apoltronarme en la butaca cuando apareció en ese área exclusiva del avión un capitán de la Guardia Civil.Con ademán decidido echó un rápido vistazo al recinto tras el cual salió para enseguida volver con los distinguidos pasajeros cuya seguridad guardaba. Fue cuando surgió tras la cortinilla la figura del entonces director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, que precedía a la del coronel Enrique Rodríguez Galindo y un tercer personaje que no acerté a reconocer.
Comprendí que el viaje se presentaba interesante aunque sin imaginar en aquel momento que lo fuera a ser tanto. Ya resultaba prometedor el hecho de que la providencia colocara en el asiento inmediatamente posterior al polémico director de la Benemérita porque soy persona de oído fino para la causa informativa, pero al constatar que la butaca adjudicada al Coronel Jefe del cuartel de Intxaurrondo era justo la contigua a la mía, a duras penas pude reprimir un grito de alegría.
Me esperaban ocho largas horas de vuelo junto al gran baluarte de la lucha antiterrorista, ocho horas con el martillo de ETA para mí solito. Si quería sacar algo en limpio no debería desvelar mi condición de periodista ni tampoco darme por enterado de la suya.
Al principio el Coronel parecía un tipo seco y poco interesado en entablar conversación alguna. En el intento de no forzar el trato inicié una charla sobre naderías cuyas posibilidades se agotaban ya alarmantemente cuando vi el cielo abierto ante la irrupción de una amable azafata ofertándonos la prensa del día. Hice algún comentario sobre asuntos internacionales y deportivos sin mayor trascendencia antes de llegar al apartado de orden público.
Era la época en que las noticias sobre atentados y acciones policiales en el País Vasco invadían las páginas de los rotativos. Bastó la lectura en alto de un titular en tono displicente para que el Coronel entrara al trapo.
Enrique Rodríguez Galindo comenzó a relatarme de forma detallada todo el organigrama y el funcionamiento de ETA profundizando en la personalidad de sus miembros.
No había que jalearle, hablaba y hablaba exhibiendo sus profundos conocimientos del asunto. Era una información de primera mano, muchos de cuyos extremos habrían merecido ocupar las primeras páginas de los periódicos nacionales. Datos que yo debía memorizar lo mejor posible consciente de que sólo el gesto de sacar el bolígrafo para tomar nota habría sellado de inmediato el verbo fluido del Coronel.
Rodríguez Galindo teorizaba abiertamente sobre la estrategia antiterrorista, hablaba con familiaridad de los componentes de la cúpula de ETA llegando a detallar ciertos encuentros personales que mantuvo con ellos al otro lado de la frontera.
Un relato expresado con la soltura de quien creía estar charlando a 9.000 metros de altitud con un viajante de comercio, un marchante de cuadros o cualquier otro profesional ajeno al tema. Todo cuanto decía era en extremo interesante pero me sorprendió especialmente el trato tan respetuoso que dispensaba a los dirigentes de la banda armada. Lejos de referirse a ellos como unos criminales indeseables, Rodríguez Galindo se expresaba en los mismos términos en que un general británico se hubiera dirigido a un mariscal prusiano hace 100 años.
Su disertación se prolongó durante horas sin que el copioso almuerzo rebajara un ápice su intensidad, y tampoco las interrupciones de Roldán cortaron el hilo argumental del Coronel que gozaba con su propio relato.
Cuando el comandante del aparato anunció al pasaje el inminente aterrizaje en el aeropuerto John Fitzgerald Kenneddy de Nueva York, Rodríguez Galindo cayó en la cuenta de que no nos habíamos presentado. "Cuando quieras -me dijo deslizándome una tarjeta- te invito a comer en Donosti, soy el jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de San Sebastián". Le pasé de inmediato una tarjeta mía y tras mirarla dio un grito que resonó en todo el avión: "cabrón -vociferó- eres un periodista".
Roldán volvió la cabeza y me atravesó con la mirada. Aquella información de primera mano nos fue de suma utilidad profesional durante largo tiempo. Pero nunca comí en Donosti con el Coronel.
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