El amor en el tiempo de los dinosaurios (1)
Sus cuarenta años eran tan grises como él, como su bigotito ralo, como su traje de tela barata, como el cuello remendado de su camisa, como un cierto tono que adquiría su piel al adentrarse la noche, tan gris como todo el entorno y el acontecer de Pedro Ángel Reyes, carentes por completo de luminosidad.La mañana del 2 de julio hubiese sido la remolona mañana de un domingo cualquiera, donde por fin la cama habría adquirido un tinte diferente al sobrepasar su puro uso utilitario, un espacio donde volver a tenderse luego del suculento desayuno preparado por Carmen Garza, ganándole a las avaras seis horas de los días de semana su puntualidad, retozando un poco dentro de las sábanas tras saborear las ricas enchiladas con pollo y crema, el café fresco en tazón generoso, el pan dulce de las conchas y los garibaldis y, aprovechando la plenitud de la estación, el almibarado sabor del mango de Manila. Quizás incluso podría convencer a la mujer de acompañarlo, siempre que se hubiese consumado su puntual digestión, y lograr un poco de placer matinal -necesito juntar fuerzas, carajo; si no, ¡de dónde las saco!- antes de enfrentar el conocido dilema de qué hacer en los festivos para que ella se divirtiera si el dinero es tan escaso y ella tan exigente y yo tan aburrido. Las discusiones entre Carmen Garza y Pedro Ángel Reyes los días domingo eran tan previsibles como el anticipo del lunes evidente y ordenado: el aburrimiento acechando implacable, sin el mínimo disimulo entre el poco espacio libre que regalaban los pesados muebles de pino y felpa que vestían la pequeña casa.
Pero hoy era el 2 de julio, un domingo diferente para todo el territorio mexicano, y Pedro Ángel Reyes tenía frente a sí -por fin- una tarea extraordinaria que cumplir. Su rutina se torcía: saldría muy temprano a la calle, se presentaría en la casilla, la misma donde votó el 97, ahí, a cuatro cuadras de su casa, en el municipio de Huixquilucan, para ejercer la honrosa tarea de apoderado de su lista, por primera vez en su vida a cargo de algo que no fueran los inútiles papeles y timbres de la oficina, de partes, a cargo de velar por el triunfo de sus candidatos, los candidatos del pueblo, los candidatos de la nación. Se lo contó a Carmen Garza, se lo contó muchas veces, cuando el jefe fue a hablar con él, se presentó en su oficina, la que compartía con los demás encargados de partes, y preguntó con voz sonora por Reyes; no lo mandó a llamar por el citófono, como lo hacían los mandamases, fue a buscarlo personalmente y lo invitó a un almuerzo, salieron juntos a la calle, y ahí, en el carrito de la esquina, se echaron unos tacos, el jefe y él. Carmen Garza no se lo creyó, ¿para qué va a perder el tiempo tu jefe con un inútil como tú?, empleando ese mismo tono odioso con que presumía de su apellido, que era tan mexicano, tan plural desde la oligarquía del norte hasta los indios kikapus, los que arrancaron de la persecución gringa en los grandes lagos, todo ese rollo se mandaba, Pedro Ángel Reyes se abstuvo de relatarle toda la conversación, lo amordazaba su promesa, qué difícil guardar silencio; si hablara, quizás esta pinche vieja no lo mirara más en manos. Pero sí le contó que sería apoderado de lista el día de las elecciones, que su jefe se lo pidió y a la vez el jefe del jefe, y por eso ella le ha preparado un buen desayuno, tempranito en la mañana, para que fuera tranquilo a cumplir con sus deberes de ciudadano. Del voto de ella nada supo, es secreto, fue todo lo que le respondió a su ávida pregunta. La primera votación desde que vivían juntos. ¿Y desde cuándo te importa la política? Carmen Garza le dirigió esa mirada de desprecio a la que ya se había acostumbrado. En tres años que te conozco, es la primera vez que te oigo hablar de este tema. Y para rematarlas, lo echó una inapropiada advertencia; ¿no será un poco tarde para subirse al buque?
Aunque el hábito y la economía de Pedro Ángel Reyes le dictaban ducharse día por medio, y ya el sábado lo había hecho, esa mañana del domingo 2 de julio fue una excepción: no sólo la larga jornada electoral lo requería, sino también su programa nocturno; el jefe lo había invitado a la misma sede del partido en su municipio a celebrar el triunfo, y allí estaría el jefe del jefe y, a su vez, el otro jefe, el director de departamento, todos los meros del municipio, hasta el presidente municipal daría una vuelta luego de visitar la sede central en el D. F., al menos ésa era la ilusión, y entonces, entre un brindis y otro, por fin se le acercaría a la güera esa, la que trabaja en la oficina de Tránsito; cómo no atreverse en medio de la algarabía a dirigirle la palabra, unas pocas no más, a ver si ella responde; si él ya no es un cualquiera, él ha sido invitado a la celebración, ya forma parte del grupo, de los vencedores, su jefe lo incorporará, el trabajito no ha sido en vano, y además se ha pasado el día controlando los votos; no, en los ojos de esa güerita coquetona no cabrá el desdén; muy por el contrario, lo mirará como diciendo: si estás aquí, ya eres uno de los nuestros.
¿Cómo se vestirá la güerita hoy? Le conoce cada uno de sus trajes, el azul con minifalda, el conjunto rosa, la falda café con su saco a cuadros, los va turnando a través de la semana y ya el viernes nadie recuerda qué se puso el lunes; total, siempre se ve bien, con sus piernas cortas pero bien moldeadas y su trasero paradito y contundente. No como la degreñada Carmen Garza, con sus canas al aire porque no se las pinta a tiempo, odia esa franja grisácea pegada al casco, delatando la mentira del amarillo de su pelo, no pues, la de la oficina de Tránsito es güera de a de veras y al menos diez años más joven, sus pechos se sujetan firmes, no es mala del brasier; un hombre como él ya ha aprendido a distinguir, no como los de Carmen Garza, que perdieron la elasticidad hace un buen tiempo, su volumen los traicionó transformándolos en globos interminables. Claro, que en su urgencia él los ha gozado, para qué va a decir una cosa por otra; esa mujer es dueña de dos maravillas: los desayunos y la cama, nada más, y como hoy la vida de Pedro Ángel Reyes dará por fin un giro, no renunciará a la güerita sólo por esas dos razones; ¿es que cualquier mujer no prepara un buen desayuno y se pega un buen revolcón? Es lo menos que se puede esperar de ellas, ahora que andan con aires desobedientes, tan desasosegadas; qué diría su padre si aún viviera, el pobre anciano cuya esposa no lo desatendió un solo día de su vida, que frente a todas sus ocurrencias agachó la cabeza, afirmó, djo que sí, aunque no llegara a dormir en la noche, aunque se emborrachara, allí estaba ella siempre, esperándolo calladita con sus trenzas peinadas, con las tortillas calientes en el comal y el guisado preparado en la estufa, siempre, adentro de la casa, cuidándolo, agasajándolo. Es lo menos que le debo a "mi señor", decía.
¿Por qué no le tocaron a él esos tiempos? De haber nacido antes Carmen Garza no se andaría con tonterías, ni por broma el atrevimiento de hablarle a su hombre con esa malicia aunque él no fuese su marido con todas las de la ley, su traje gris estaría siempre bien planchado, quizás hasta camisa podría cambiarse todos los días, y si los zapatos estuvieran lustrados no gastaría dinero en los boleros. Y las sábanas... ¿Es mucho pedir que las estirara como lo hacía su madre, nunca una arruga, nunca un doblez, adentrarse en ellas como si fuesen agua cristalina? Pero lo peor es que lo humille, que lo crea un incapaz, que lo sienta invisible si camina entre los demás, que lo trate como a un pendejo; sí, lo peor es que se le niegue. ¿Lo habrá hecho alguna vez su santa madre, que Dios guarde en el cielo? Su casa de infancia, allá en Ciudad Victoria, tenía las paredes muy delgadas, la habitación de él y sus hermanos sólo se separaba por una cortina de tela con la de sus padres, y ya de pequeño era insomne, o quizás nunca aprendió a dormir temprano esperando los ruidos, aquellos que te ponían la sangre a hervir; sin embargo, siempre provenían de su padre; si le hace justicia a sus recuerdos, su madre fue silenciosa incluso entonces.
Pero hoy es domingo, día de elecciones, y la venganza se acerca. Pedro Ángel Reyes guarda los resentimientos como adentro de una caja, de un joyero, cerrando cuidadoso la cubierta, y corta el agua de la ducha con un desconocido y nuevo optimismo.
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