Medusa
Michelet, en su libro El mar, se lamentaba: "¿Por qué un nombre tan terrible para un ser tan encantador?". El ser encantador era una medusa, que yacía muerta en la playa "con su umbrela como una de esas grandes arañas de cristal". Quizá es que el nombre hace la cosa, y, por ejemplo, el ruiseñor, con ese apelativo tan sonoro en todas las lenguas (nightingale, nachtingall, usignolo), de llamarse cuervo o buitre nos sacaría los ojos. Sterne ya lo propuso y escribió que existía "una mágica correlación entre los nombres buenos y malos y los temperamentos y conductas de las personas a las que se imponen esos nombres". Quizá la medusa de llamarse estrella de mar se dejaría coger por todas las manos adolescentes y desecar en la playa. Pero, en cambio, con ese nombre, provoca un miedo terrible. Cuando oyes que alguien advierte de su presencia, notas de inmediato cómo se te pone la carne de gallina y estás dispuesto a perder toda tu dignidad por escapar de aquellos tentáculos cargados de ¡nematocistos! Y cuando sabemos que el nematocisto es una especie de arpón ponzoñoso que la medusa dispara a una velocidad de cientos de kilómetros por hora y que sus tentáculos poseen miles de células semejantes, entonces es cuando entiendes que no hay nombre que no refleje la naturaleza última de la cosa. Porque Claudio Eliano ya advertía, en su fascinante Historia de los animales, que donde hiere el nematocisto ya no vuelve a crecer el pelo. Por eso los Etruscos, en sus batallas contra Roma, buscaban "sangre de medusa" para transformar el aspecto de sus soldados en mujeres y así engañar al enemigo. Método, sin duda, expeditivo, y que según Sterne explicaría el nombre sonoro de aquel pueblo y su inevitable exterminio por los romanos.
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