Historia de una ambición truncada
Varado frente al océano Pacífico, entre los rascacielos de Los Ángeles, envuelto en un hálito que no era, precisamente, todo lo pacífico que él habría querido, Juan Villalonga rumiaba en silencio la semana pasada sus últimos días al frente de Telefónica. Se había trasladado allí con un grupo escogido de fieles a una especie de ejercicios espirituales alejado del ruido madrileño para, en teoría, trazar las líneas estratégicas de la próxima temporada antes de tomar las vacaciones de verano. Pero en su mente ya anidaba la dimisión. Una decisión que quizá sólo había compartido con José María Mas, un amigo de los de toda la vida, desde que sus familias valencianas compartieran veraneo, que se quedó en Madrid para trajinar los extremos legales y pecunarios de la marcha. Villalonga tuvo que volver precipitadamente. Su madre, Pilar Navarro, había empeorado de su enfermedad. Moriría el pasado lunes.Fue Juan Villalonga Navarro (Madrid, 47 años) el primer presidente de empresa pública que nombró el Gobierno del PP. Ocurrió el 7 de junio de 1996. Su amigo de la infancia, el compañero de pupitre en el Colegio de El Pilar, José María Aznar, le había confiado la presidencia de Telefónica. Dio la impresión, entonces, de que aquel directivo de Bankers Trust, un perfecto desconocido para el público, no quería salir del anonimato. Era sólo una impresión. Villalonga apareció, muy poco después, encantado de haberse convertido en el presidente del primer grupo empresarial español. Y eso era poder.
Villalonga ha cumplido cuatro años y casi dos meses en el cargo y parece que ha estado décadas. Más que ninguno de sus antecesores. Y Luis Solana cumplió siete años y Cándido Velázquez otros tantos. Por no mirar más atrás. Pero es que desde que alcanzó ese poder no paró hasta tocar la gloria.
Ha ido a velocidad de vértigo. Llegó con las ideas muy claras de lo que había que hacer en Telefónica. Como si hubiera recibido el encargo meses atrás. Lo primero era terminar la privatización de la compañía, en la que el Estado mantenía el 21% del capital. Después, buscar alianzas internacionales; reducir una plantilla "sobredimensionada"; segregar el grupo en filiales y, como le gusta decir, "ponerlas en valor" mediante su colocación en Bolsa; conquistar el mundo de la nueva economía y, por supuesto, crear un gran grupo multimedia con presencia en todos los frentes de la comunicación. Y, de paso, introducir las figuras más modernas del capitalismo, como las stock options (opciones sobre acciones), que significó el principio de su perdición, sobre todo porque se negó a atender la petición de Aznar de que renunciara a los más de 3.000 millones que le correspondían.
Deja la sensación de que siempre supo -y pudo- combinar sus aspiraciones personales y empresariales con los intereses del Gobierno. Hasta que la evolución de los hechos le convirtieron en un indomable. Porque hasta que no surgieron los problemas por el pelotazo de las stocks options pocos meses antes de las elecciones y se convirtió en instrumento de la oposición no hubo roces de calado. Villalonga hacía y deshacía a su antojo y, además, los resultados del grupo le acompañaban. Los accionistas, a pesar de que suprimió el dividendo, no se pueden quejar de su gestión.
Rompió moldes. La sede de la Gran Vía madrileña, acostumbrada a ese lento tran-tran que da el correr de los años, vivió una revolución. Puso al mando a gente de su confianza que apenas conocían aquel universo y de los que no le importó prescindir al cabo de un tiempo. Usar y tirar. Eso sí, con la cartera bien llena. No le afectaba demasiado. Ahora lo ha podido pagar.
Abrió caminos por el mundo. Buscó alianzas entre los gigantes del sector tras trazar planes en servilletas de papel en algún restaurante de lujo. Tampoco le importó cambiar de caballo en mitad de la carrera si los intereses variaban. Pisó fuerte con fichajes polémicos como el del ex comisario Bangemann ("el Ronaldo de las comunicaciones"). Su pujanza ha sido enorme... En muy pocos meses se convirtió en el empresario español más conocido.
Aquel era un hombre capaz de sofocar cualquier incendio, que los hubo, de poner un ejército de vigilantes jurados a salvar la patria empresarial, de dividir a los accionistas en clases (pasivas) en las juntas, de levantar a los periodistas a las siete de la mañana (en España) para alguna cita informativa y de abrazarse en público con los sindicatos (a los que ayer mismo reconoció las presiones políticas para abandonar) tras haberse enredado con ellos casi a puñetazos por un programa de reducción de plantilla y de prejubilaciones a los 52 años que echaba a 20.000 personas.
Orgulloso, ha coleccionado nada menos que seis multas por impedir la competencia. Tal vez porque los más de 3.000 millones de pesetas que tiene que pagar Telefónica los genera en un día de cash-flow.
Puso el lujo a su disposición. Como aquellos viajes repentinos en avión privado a cenar al Trastévere romano o al Quartier Latin de París, por citar destinos cercanos, con ilustres acompañantes, como Pedro J. Ramírez, director de El Mundo, con el que entabló una estrecha amistad, ahora muy deteriorada, y con el que compartió los proyectos para crear ese grupo mediático con los parabienes y la inspiración del Gobierno.
Pasó el tiempo en medio de toda esta vorágine y Villalonga se cambió el corte de pelo. Comenzó a pasar largas temporadas fuera de España. Entre tanto ajetreo, había conocido a Adriana Abascal, viuda del empresario mexicano Emilio Azcárraga, El Tigre, con la que inició relaciones sentimentales y con la que el pasado mayo tuvo una hija, Paulina. Escogió Nueva York para oficializar el idilio en una cena de gala. No estuvieron todos los que hubiera querido él. Por razones que parecían obvias, no se consideraba políticamente correcto aparecer por allí. Cuentan, eso sí, que las dos madres-suegras compartieron mantel y entablaron buena amistad.
Rompió su matrimonio con Concha Tallada, con la que tiene tres hijos y de la que no ha conseguido el divorcio. Por extensión, comenzó la corrosión de las relaciones con el matrimonio Aznar-Botella, sus íntimos amigos. Ella, Ana Botella, no encajó nada bien la ruptura, y él, José María Aznar, dejó de frecuentarle. Y Villalonga, de ser uno de los asiduos a La Moncloa. Ni cenas, ni vacaciones, ni viajes conjuntos. Lo más lejos posible.
En Miami para más señas, donde Villalonga fijó su residencia con Adriana Abascal, junto a las oficinas de la compañía. Hasta tal punto que ha sido frecuente que presidiera reuniones del consejo de administración por videoconferencia. Como la del que representó su gran fiasco. Estaba todo preparado para la fusión con la holandesa KPN. El aparato del grupo se había encargado de pregonar las excelencias de aquella alianza, en la que los accionistas de Telefónica pasaban a dominar una entidad más allá de sus fronteras. Se desmoronó y Villalonga mordió la arena por primera vez. El Gobierno de Aznar -escarmentado por los desplantes de Villalonga- rechazó la operación aun a sabiendas de que en Bruselas no iba a gustar que ejerciera el derecho de veto que le otorga la acción de oro. El núcleo duro, (La Caixa y el BBVA), también le falló. Prefirieron estar con el Gobierno.
En estas fechas caniculares, Villalonga ha sido el centro de atención de las tertulias, de un país entero que especulaba con su futuro y de unos inversores extranjeros que observaban con interés. Se irá, seguramente, a Estados Unidos. No le faltará trabajo; pero tampoco parece que tendrá problemas con esos más de 5.000 millones que recibirá entre indemnizaciones y opciones. Incluso puede echar una mano al Real Madrid de sus amores, del que es forofo, rama Florentino Pérez.
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