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Poeta

Eduardo Zaplana puso a finales de junio en Orihuela la primera piedra de la futura sede de la Fundación Miguel Hernández, en un solar ubicado frente a la casa museo del poeta. Al parecer, según nos venden la noticia, el edificio entrará en funcionamiento el próximo mes de marzo.Hasta aquí nada parece salirse del guión, ya que nuestro cartagenero es un especialista en inauguraciones de espejismos, que no le hace ascos ni al diablo con tal de aparecer en los periódicos. Ignorando por completo la señalada ausencia de Leonor Izquierdo, presidenta honorífica de la fundación y nuera del autor de La nana de la cebolla, Zaplana escuchó con cara de póquer las loas al bardo antifranquista, hoy recuperado por la gente de bien de la calaña pepera (puesto que los muertos, felizmente, ni hablan ni protestan), y luego asistió a la entrega de los premios de poesía Miguel Hernández. El nacional le correspondió al profesor alcoyano Silvestre Vilaplana i Barnés y el internacional a una de las glorias aún vivas de las letras españolas, Leopoldo de Luis.

Debido a la trayectoria cultural de Zaplana, uno tiene serias dudas de que, aparte de las asignaturas obligatorias de Derecho, alguna vez en su vida se haya interesado por los libros y mucho menos por la poesía. Resulta más fácil imaginarlo calculando el haber en un estado de cuentas, o bien ante la pequeña pantalla mirando absorto una película de Disney, su gran maestro de lo banal. Mas qué importa: ya se sabe que reyes y políticos en general leen discursos que no redactaron, arguyen de lo que ignoran y ensalzan lo que les echen.

Pero centrémonos en Leopoldo de Luis, que en principio es el protagonista de este artículo. A pesar de los tiempos que corren, más aptos al eslogan publicitario que al verso exquisito, la poesía -su poesía- sigue siendo un arma cargada de futuro, pues a través de ella se expresan los anhelos escondidos de un pueblo y en el ritmo de sus palabras estalla la pólvora que aterra al poder: las ideas. El auténtico poeta es siempre un ser subversivo, porque dice las verdades en la cara y eso es algo peligroso, que bordea la ilegalidad. En 1961, Leopoldo de Luis se atrevió a escribir lo siguiente: "Mi juventud ha sido fusilada, / No se fusila a un hombre solo". Y en 1966, recordando el final de la guerra civil, puso en boca de su madre -en ese insuperable soneto titulado Aquella primavera- la consigna de la resistencia: "...En adelante nadie llora / aquí, la vida es simplemente espera / y sólo es ya posible una bandera: / labrarse la esperanza hora tras hora".

Bien es cierto que hoy en día la derechona actual ha aprendido técnicas subliminales para desactivar con retórica rimbombante (aunque estéril a la hora de su traducción práctica) la carga explosiva de muchos poetas que sólo unas décadas atrás hubieran sido recibidos con fusiles, pero esa funesta realidad no impide que nos alegremos del reconocimiento que dicho premio supone para uno de los hombres más íntegros que todavía viven en el país, artífice de versos magníficos que, sin barroquismo ni pomposidad, se ha ocupado del ser humano que sufre la injusticia día a día, que no olvida aunque perdone -la memoria es una constante en su lírica- y que lucha hasta el final con su destino.

Honor al poeta.

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