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Del Retiro al cielo vía Manhattan

Aún tengo en las manos huellas de tinta de su última carta, con remite de El Boalo. Me hablaba de unos días de reposo por prescripción facultativa, de las pocas ganas de hacer nada, incluso de leer... Las palabras reposaban en sensaciones de vacación y estío; las frases construían pensamientos amables sobre mi próxima novela, que le di a leer por devoción; los párrafos se cerraban firmes, como firme fue siempre ella, como si no tuviese miedos. Pero en su letra se dibujaba una sensación que me asustó. No sé: tal vez la muerte se disfraza también de tinta para mostrarse en esos seres que son ya una víspera. Me asustó esa carta que todavía siento entre mis dedos. Quizá por eso la respondí el mismo día, exigiéndole que se pusiese buena, que volviese a escribir, a escribirnos a todos: lo necesitábamos.Han pasado unos días de silencio y hoy he sabido que tenía motivos para asustarme: Carmen ha muerto sin hacer ruido. Cuando su Madrid está desierto. Habrá pensado que hasta septiembre no la echaríamos de menos, con su gorrita parisiense verde y su sonrisa siempre dispuesta, y eso le habrá ayudado a cerrar los ojos y a respirar la última de sus bocanadas esforzadas. Quién sabe cómo es la muerte, pero seguro que la precede un último pensamiento. Ojalá el suyo se haya depositado en el parque del Retiro.

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Lo primero que he querido hacer es volver a leer esa carta densa, a dos caras, en la que Carmiña me hablaba de la casa familiar, del verano, de lo cansada que se sentía para todo, incluso para leer, con esa ironía que tantas veces le ha ayudado a sobrevivir sin necesitar alinearse con grupos literarios ni tomar parte por unos u otros. ¿Cómo no amar y admirar a una mujer que a los 19 años era una escritora premiada (ganó el Café Gijón) y ya sonreía sin vanidad; que en sus mejores años se murió por primera vez cuando perdió a Marta, su hija, y aun así conservó el premio de la sonrisa para regalárnosla a todos, y a los 74 ha huido en silencio, sin molestar pero sin poder sonreír, que es lo que más hubiese deseado?

Su obra literaria ha sido, como su vida, un enfrentamiento continuo y absoluto con la hipocresía. "Normalmente se sueña una cosa y se hace otra", decía. Y añadía: "No te dejes engañar: intentar realizar los sueños es lo único que al final de la vida te reconcilia contigo mismo". Demasiado sincera tal vez; tan sincera que hace un par de meses recibió la medalla de oro del Ayuntamiento madrileño de manos del alcalde y primero le dio las gracias, pero después le afeó sus opiniones sobre el grado de violencia en las parejas de hecho en relación con los matrimonios canónicos. Ay, Carmiña. Cuánto nos queda todavía por aprender de seres como tú.

Carmiña no ha dejado un hueco. El hueco somos nosotros cuando pensamos, por un momento, que ya nunca nos volveremos a sentir a su lado.

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