El exilio de Neptuno
Quitarle el tridente a la estatua de este infeliz Neptuno tan alejado de sus dominios es una inveterada costumbre que se transmite de generación en generación entre las tribus de vándalos capitalinos. Desde su exilio mesetario la deidad marina no puede convocar a sus tropas subacuáticas para que tomen cumplida venganza, así que no le queda más remedio que conformarse y esperar a que el Ayuntamiento le provea de una pieza de repuesto. No es la única ni la más gravosa humillación que tiene que soportar el exiliado señor de los Océanos, resignado desde hace tiempo a la preeminencia de la advenediza y cercana Cibeles, una advenediza en el panteón grecolatino, diosa inmigrante de Frigia que se coló por la puerta de atrás y supo trepar en el escalafón y hacerse un hueco entre los grandes.Si no fuera por el tema del tridente y por la competencia de Cibeles, Neptuno no tendría motivo de queja en este privilegiado emplazamiento, peor le va y no dice nada su vecino, el orgulloso Apolo, en su hornacina de bulevar, sin plaza, ni glorieta en propiedad. La plaza de Neptuno, según sus rótulos y poco más, dice llamarse de Cánovas del Castillo, pero no hay que creerle porque por ese nombre no la llama nadie.
Como alternativa más a mano de Cibeles, en cuya fuente celebran sus victorias las huestes merengues, Neptuno recibe en su concha los homenajes, esporádicos, muy esporádicos, de la hinchada rojiblanca que naufragó este año en el Manzanares sin que el dios acuático les echara una mano.
Las celebraciones deportivas, aunque en principio complazcan la vanidad de sus deidades anfitrionas a la fuerza, suponen siempre un peligro para su integridad física y así, a la postre, Neptuno resulta más beneficiado que perjudicado por la abstinencia de sus fieles atléticos que perturban la plácida atmósfera de un entorno de lujo y de arte, con vistas al Prado y al Ritz, a los Jerónimos, a la Bolsa y al Obelisco, a las espaldas del Palace y junto al palacio neoclásico de Villahermosa que alberga la colección Thyssen-Cervera y hospeda estos días una exposición de la singular obra pictórica de Victor Hugo, un monstruo de la naturaleza que tuvo tiempo y talento para todo.
Aristocrático,como cuadra en un dios de su estirpe, Neptuno no debe echar de menos los homenajes deportivos multitudinarios y tal vez contemple con el ceño fruncido a la informal muchedumbre de turistas en bermudas, con camiseta y gorra a juego, el mismo atuendo que usaron para visitar el Partenón de Atenas o el coliseo de Roma. El gesto del dios puede que se parezca mucho al que debían poner, y tal vez conserven, los porteros de los lujosos hoteles circundantes cuando, forzados por los tiempos, tuvieron que dejarse de gaitas y protocolos y saludar al paso de los más desaliñados y estrambóticos clientes.
En sus crónicas escritas en el primer tercio del siglo XIX, Pedro de Répide señala que los célebres y animados jardines del Ritz con todos sus perendengues pertenecían en realidad al pueblo de Madrid cuyo Ayuntamiento se los arrendaba al hotel por cinco mil pesetas anuales, "una cantidad verdaderamente irrisoria - escribe el cronista- atendiendo al lugar de que se trata y al beneficio que una empresa explotadora saca de una propiedad del pueblo madrileño".
En los bajos del hotel Palace, se ubicaban un gran café y una sala de teatro que muchos años después se transformaría en cine de arte y ensayo, para películas en versión original, "gravemente peligrosas" o como mínimo para "mayores con reparos" como sancionaba la junta de calificación moral en sus boletines reproducidos en la prensa. Cree recordar el cronista que en el cine Palace se estrenó Repulsión, de Polanski, que gustó a los cinéfilos y decepcionó a los que pensaban que los reparos y la peligrosidad no se veían por ninguna parte porque Catherine Deneuve no se quitaba el camisón en toda la película.
Hoy los bajos del Palace los ocupa un selecto centro comercial con franquicias firmadas por reputados diseñadores de moda y complementos y grandes restauradores de Hollywood, grandes por el tamaño de sus establecimientos de comida rápida, patrocinados por grandes estrellas de la pantalla grande, más competencia para el infeliz Neptuno.
El restaurante de la cadena Planet´s Hollywood, que ocupa una parte importante del centro comercial Galería del Prado, es una fundación de Silvestre Stallone, Bruce Willis y de unos cuantos socios famosos como Antonio Banderas. Los tres y algunos más dejaron su impronta e impusieron sus manos sobre el cemento fresco según el rito hollywoodense en este chiringuito.
Del mismo rito proceden los ornamentos, vestidos y complementos sacralizados por divas y divos cinematográficos en sus rodajes que forman parte de la decoración del establecimiento junto a una batería de televisores perennemente encendidos. Tantos motivos de atención, piensa el cronista en un rapto de escepticismo, tal vez tengan como fin desviar la del comensal del objeto primordial de su visita, la comida, y de la lista de precios.
Al aire libre de la plaza y en sus inmediaciones menudea otro tipo de comercio que permanece inamovible frente a vientos y mareas, el de los souvenirs para turistas, del damasquinado de Toledo, al cartel taurino, el mantón, el abanico, la figurilla o el cenicero, una parafernalia clásica cuya última innovación fue la incorporación de la camiseta de algodón estampada con motivos alegóricos .
Entre qué gentes he vivido pensó titular sus memorias el titular de esta plaza, el político conservador, restaurador y periodista don Antonio Cánovas del Castillo que no llegó a escribirlas porque el anarquista Angiolillo le dio muerte en un balneario. Un título que podría usar para su improbable biografía el desterrado Neptuno si cambiara el tridente por la pluma.
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